Sabíamos que no se puede engañar a todos todo el tiempo, pero Abraham Lincoln no nos legó ningún aforismo sobre la posibilidad de cabrear a todo el personal a la vez y cuánto puede durar el mosqueo. Por suerte, Pedro Sánchez se prestó anoche a testar esta posibilidad en unos españoles que llevan dos años calentando en la banda de la indignación con una extraña vuelta de las mascarillas en exteriores que, a falta de ver el BOE, no cambia nada y, al mismo tiempo, lo modifica todo, al menos en el marco político en el que llevábamos unos días instalados.

En Moncloa, nadie quiere hablar de rectificación, pero pocas situaciones definen mejor una recogida de cable que lo que se vivió ayer en el Senado, durante una Conferencia de Presidentes que ya había sido criticada hasta por los socios de los que depende la pervivencia del Gobierno. Sánchez ofreció a los presidentes varias medidas, encabezada por la obligatoriedad de la mascarilla en exteriores. Algo que habían pedido buena parte de los presentes y de todos los colores: Valencia, Castilla-La Mancha, Navarra, País Vasco, Cataluña, Galicia, Castilla y Léon. Pero incluso ellos reclamaron excepciones para paliar el previsible malestar y que, al parecer, en Moncloa no habían calculado hasta que se lio un Motín de Esquilache a la inversa en la Puerta de Guadalajara de Twitter.

Tres horas después, un desconcertado Pedro Sánchez comparecía en una desconcertante rueda de prensa en la que explicaba que la mascarilla será obligatoria. Excepto cuando estemos solos, o hagamos deporte, o podamos mantener la distancia de seguridad, o cuando estemos con convivientes. Vamos, lo mismo que se decretó en junio, pero mientras ahora se explica como una restricción, entonces se vendió como una liberación.

“Las mascarillas dejan paso a las sonrisas”, nos llegó a decir entonces la ministra de Sanidad, a la salida del Consejo de Ministros. Seis días antes ya se había apuntado el tanto en el Cercle d’Economía. Aún habitaba Iván Redondo en La Moncloa y, aunque su épica no era apta para diabéticos, al menos la dispensa de humo parecía menos dañina que el suicidio político.

Medida contraproducente

De hecho, aunque ahora se rectifique y quite hierro a la medida, el comunicado que ayer mandó el Gobierno a los periodistas empezaba así. Se establece la obligatoriedad de uso de mascarillas en exteriores. Las negritas son suyas. Luego venían muchas más medidas, como el refuerzo de la atención primaria y las condiciones laborales de los sanitarios o el impulso de la vacunación, a la que nadie hizo caso, como era de esperar para todo el mundo menos para Moncloa.

Lo peor, si acaso, es que la medida puede ser contraproducente. Porque a día de hoy, en las grandes ciudades, la gente sigue usando la mascarilla con bastante disciplina. A primera hora de la mañana, con mi hija, paseamos por la calle casi desierta sin mascarilla, pero todos la llevamos al llegar a la puerta del colegio. Charlando en los encuentros con no convivientes, cuando no hay dos metros de distancia, la llevamos. En las citas obligadas de estas navidades (Plaza Mayor, Cortylandia, parques de atracciones varios), todos la llevamos. Y lo habríamos hecho en una cabalgata. Y mucha gente la lleva simplemente por no estar quitándosela y poniéndosela y no perderla entre medias. Ahora, habrá que ver cuánta gente civilizada se apunta a la revolución ciudadana que tanto esperaban dentro del cuchitril negacionista y antivacunas solo porque les han tocado los bemoles cuando menos falta hacía.

Un respiro para Ayuso

Y, por supuesto, está la clave política. Porque, aunque parezca política pequeña, desde hace ya muchos meses es evidente que la dicotomía política de nuestro país se encarna entre Sánchez y Ayuso. Es ella, y no el líder de la oposición, Pablo Casado, quien abandera una visión inversa de cómo afrontar la pandemia. Y cundía en ciertos círculos la sensación de que esa misma visión que la encumbró en mayo podría llevársela por delante en la sexta ola.

Ayuso estaba lejos del KO, sobre todo después de conseguir aprobar sus pimeros Presupuestos y doblar el brazo a un Vox que, mientras se merienda a Casado, no sabe cómo hincarle el diente a la madrileña. Pero al menos sí había besado la lona en los últimos días. Su enésima jugada de propaganda de “un test para cada madrileño” ha sido un fiasco y solo ha servido para replicar en las farmacias las colas de los centros de salud. Y, para colmo, su única respuesta, mientras se bate día tras día el récord de contagios, ha sido la de insultar y maltratar a los sanitarios que nos han salvado la vida y a los que tanto aplaudimos.

Y, en estas, el Gobierno toca la campana para dar a Ayuso un respiro, pero sobre todo una excusa. Igual que supo convertir en libertad la irresponsable necesidad de tomar cañas, ahora Ayuso va a vendernos un “autocuidado” que consiste en que los madrileños nos compramos el test, nos diagnosticamos, nos confinamos, nos adjudicamos la baja laboral y nos curamos. La Comunidad que menos invierte en Sanidad consigue tener un médico en cada casa. Y muchos madrileños volverán a comprarlo, porque preferirán sonarse solos las narices a que el Gobierno se las toque.