Todos los días desaparece para siempre una especie animal o vegetal del planeta, y algunos, pocos, ponen el grito en el cielo de Twitter, pero con mesura, que para según qué cosas parece que nos han educado a todos en Eton. Porque ya se sabe que donde esté una final de la Champions que se quite el delfín de río, que, además, era chino y es fama que estos falsifican todo. O sea, que a lo mejor el extinto delfín solo era una lamprea gallega disfrazada de Flipper para protagonizar un número de National Geographic. Quién sabe.

Lo que sí está más claro es que nos inspiran menos compasión las familias que no llegan a fin de mes que un gorrino. Nietzsche habló de la inversión de los valores, aunque no sé si se refería a los veganos. Los veganos y otros herbívoros celebran vigilias de duelo —no, no es broma— frente a los mataderos, donde agitan pancartas lacrimógenas, se arañan el rostro como plañideras e incluso acarician a los puercos para darles la extremaunción antes de que sobrevivan transformados en chorizos.

Pero ni los veganos ni nadie, oiga, protestan por la muerte de ciertos valores éticos ni porque disminuyan los pardales, que, en Madrid, dicho sea de paso, son o eran los funcionarios de los pájaros con ese plumaje rechoncho y municipal, que yo creo que algunos de ellos cobraban del Ayuntamiento y todo. Pero lo evidente es lo más difícil de ver, como nos enseñó Edgar Allan Poe en La carta robada. Dicho de otra forma, nos quedamos sin ética y nadie gorjea en Twitter. ¿Dónde están los activistas de la cosa? ¿Dónde los que cursaron un máster con el profesor Jeremías, aquel profeta bíblico que se pasó todos los versículos de su existencia lamentándose? Nadie habla. Silencio. Duro y verde silencio, como si España entera fuera una inmensa casa de Bernarda Alba.

Ciertos valores éticos, efectivamente, han desaparecido o están en trance de desaparecer, igual que el oso polar ártico, y esa pérdida solo nos merece indiferencia y silencio. El respeto, por ejemplo, es ya una antigualla como el miriñaque, los disquetes o las galopadas futboleras de Gordillo por la banda, con las medias fofas en los zancajos. Se produce un accidente y sale de los vehículos un hervidero de gente con el gilimóvil filantrópico entre los dedos. Pero de ayudar, nada. Se cae una anciana en la calle y todo dios estira gimnásticamente el teléfono, como si hicieran taichí, para documentar aquel remolino octogenario de enaguas. Pero de ayudar, nada. Un joven apuñala a otro por haber apoyado una pizza babeante de queso fundido y colesterol en el capó de su coche, y siempre hay un Rossellini para grabar el documental. Y exégetas en Twitter para interpretarlo a carcajadas y difundirlo. Pero de respetar a las víctimas y de socorrerlas, nada.

Así están las cosas. Y no tienen pinta de cambiar. Al contrario. Un conglomerado de píxeles vale más que una persona. Incluso más que la vida de una persona. Una mujer acaba de ser asesinada, aunque los burócratas de la realidad dicen que se suicidó, porque un colega de trabajo propaló un vídeo de ella de carácter sexual. Muchos compañeros lo vieron, y quien no, escarbó en las sentinas de internet. La mujer no pudo soportarlo y castigó en sí misma la infamia del macarra digital, al que un juez debería echar a las pirañas, que estos pececillos no van a extinguirse nunca, basta con ver a algunos políticos en los telediarios.

En fin, todavía con el cadáver caliente de la mujer, el vídeo figura entre los más buscados en las páginas porno. Y Fran Rivera, ese torerillo que corta más orejas en el Hola que en los ruedos, coge carrerilla, toma impulso y dice que un hombre es incapaz de tener un vídeo sexual de esa índole y no mostrarlo. Este, aparte de gilipollas, es tonto del haba. Y en mayúsculas de rótulo luminoso, además. O sea, que el torerillo justifica al criminal que ha ido marujeando aquí y allá las imágenes íntimas de la mujer. Toma nísperos.

Mal vamos, mal. Pintan bastos para el respeto y para tantos otros valores, amenazados como el oso panda. De seguir así, habrá que echarse al monte para sobrevivir como un ser humano, como hicieron los maquis, aquellos guerrilleros que plantaron cara a Franco con una boina y una metralleta agropecuaria, y a los que, dicho sea de paso, no se les ha hecho la debida justicia. Todo el mundo conoce al Pato Donald, pero pocos han oído hablar de Cristino García Granda, de El Gafas, de Juanín, de Bedoya.  Aquellos eran hombres de verdad, y no los mamarrachos que exponen al escarnio público la vida íntima de una mujer. Y todo por echarse unas risas de mandril. A ver si esta gente se extingue —o la extinguimos— de una santa vez.