Mal rayo los parta, dice sin énfasis.

Heredó de su padre no solo el trazo corvino y temperamental de la nariz, sino la profesión que desde hace más de sesenta años le da, mal que bien, de comer. Aurelio es pastor. El último de una larga estirpe y uno de los dos que sobreviven en estas redoladas. Sus hijos marcharon, hace años, a la ciudad. No quieren saber nada de esto. Lo confiesa mirando a los ojos de Luna, que sostiene entre los colmillos el jadeo carnoso y bonachón de la lengua. Las ovejas, unos metros más allá, inclinan el hocico buscando. “Si no tienen nada que comer”, advierto. “Piedras, estas están enseñadas a comer piedras”, ríe el pastor. Y los ojos se le alargan hacia las arrugas de las sienes, secas como el campo seco. Las últimas briznas de hierba se transformaron en cagarrutas hace semanas.

Cada día, antes de que despierten los gallos, Aurelio hunde en el morral media hogaza de pan, la bota de vino y una cuña rocosa de queso, y sale por estos mundos sin dioses y casi sin hombres que los redichos llaman la España vaciada en vez de llamarla por su nombre: la España desamparada. Cuando hablamos de ello, Aurelio, más que enseñarles los dientes a los políticos, los desprecia sin excepción con un encogimiento de hombros. Ninguno vale ni la mitad de lo que come. Mal rayo los parta. Y golpea la contera de la cachava contra las piedras para reforzar su dictamen o solo para sostener en pie su desprecio.

Nuestros pueblos de adobe y meseta se mueren, y nadie lo lamenta. Ni mucho ni poco. Cada vez se parecen más a esos rincones que dejaban baldíos en los cementerios para enterrar allí a los ahorcados y suicidas. Que es que te cierran un pueblo y te quedas no solo sin escuela y sin cigüeñas, sino sin Azorín. Sin pueblos, no haremos vida ni cultura que valgan la pena. Nos quedaremos sin el alcaraván, sin el jañadero, sin el abrigaño y sin el escriño, porque no habrá nadie que sepa qué son. Perderemos las palabras que tienen savia y raíces, lumbre y regazo, y todos acabaremos huérfanos de madre.  Si no lo estamos ya. Porque como decía Delibes en su discurso de ingreso en la RAE, allá por los setenta del siglo pasado: “Hemos matado la cultura campesina, pero no la hemos sustituido por nada, al menos por nada noble”. Ítem más, la destrucción de la naturaleza constituye “una verdadera amputación espiritual y vital del hombre”.

Y llevaba razón, asiente Aurelio. Pero ¿qué se ha hecho desde entonces? Nada. Que a uno, mire usted, se le entriza el corazón viendo los huertos abandonados, los tejados de las casas caídos, los zarzales comiéndose las sendas y todo hecho un burcial. Los políticos parlotean y parlotean, y a la hora de la verdad, las promesas, a los perros. Mal rayo los parta.

Aurelio sabe de lo que habla. Aurelio es un peripatético. Él no es uno de esos pastores de reloj y oficina que acompañan al ganado en moto o en 4x4 mientras una copla de Radio Olé confunde sus balidos con los de las ovejas. Aurelio recorre los campos de Sayago a golpe de calcañar. Con cellisca y con calor. Tiene cien cabezas de la autóctona raza castellana. “Más duras y resistentes que las de traen de fuera”, las define volviendo el rostro hacia las nubes, hacia el nacimiento de un olor a leña quemada de una chimenea en medio del campo. Solo otro pastor en todo el contorno le hace la competencia por malvivir. Cuando Aurelio se jubile, tendrá que malvender el ganado y aprender a salivar nostalgias frente a la tele. Hoy nadie quiere el campo. Y el ganado, menos. Ojalá no tengamos que lamentarlo. Fíjese lo que le digo.

Con la conversación, las ovejas se han dispersado. A un gesto del pastor, Luna sale tras ellas. Aurelio y yo nos estrechamos la mano. Me marcho de esta tierra de pastores, granito y poetas con una convicción: las mejores estrellas no son las que más brillan, sino las que callan.