Procrastinador nato, llego tarde a mi rapsodia anual. Escribo el mismo día 31, desde Altea, donde un calorcito salado y cegador descoloca las navidades entre jubilados noruegos en pantalón pirata, ciclistas regordetes de los que salen a almorzar y recuerdos mediterráneos que sirven de libro de familia de un alicantino en el exilio, andaluzas las raíces, mesetario que regresa.
Comiendo más de lo que necesito y terminando cada empacho con una mistela, anisado brebaje preparado por mi madre con receta de mi abuela, pizpireta y dicharachera capataz recordada en cada fecha especial, voy concluyendo que la navidad no es más que eso: agasajar a los pequeños, consentidos y ruidosos motivos de reunión, y brindar por cada bastonazo extra de nuestros mayores, germen de lo que fuimos, somos y seremos. Porque en cualquier familia, sin niños ni abuelos, la sangre se olvida, la conversación se descose, se pierde la jerárquica tradición de verse y se termina rehuyendo de las mesas de 30 personas para afrontar un nuevo y parcelado camino con los más íntimos.
Este miércoles escribo al lado de mis amigos, de mi familia, antes de perderme entre copas de vino en una tarde disoluta de incierto final. Lo hago desde la terraza del piso de mis viejos en el casco antiguo del pueblo que me forjó, cúpula y balcón de historias de piratas, moros y cristianos, azul y blanca travesía. Con los recuerdos de un olivar, vareando y riendo, sinfín de matices.
Normalmente, este artículo, redactado desde la redacción y no desde esta solaz estampa, lleva consigo un recordatorio de los momentos más icónicos de 2024. Este año tecleo desde la memoria, la infancia y cuatro recuerdos inconexos que son mi identidad. Desde un trabalenguas infantil: plou poc, però per a lo poc que plou, plou molt (llueve poco, pero para lo que poco que llueve, llueve mucho), que sirve de síntesis de una devastadora y protagonista DANA; hasta la fruslería argumental y desgañitada de conversaciones de sobremesa -café, orujo y copa- de las que acaban en que todo sigue igual (Sánchez en La Moncloa, Puigdemont en Waterloo, Ayuso en Sol y las cosas del comer impracticables).
Este extraño y escueto repaso será todo el que encontréis en este tradicional recordatorio, cansado de lo general y pensado en lo particular. Acaba un año, las primeras canas pesan y solo queda pedir otro que sea como mínimo igual de prolífico que el anterior. Sigamos envejeciendo de forma irremediable, riendo con los nuestros y queriendo volver a casa. Brindando los viernes, sosteniendo vicios los sábados y abrigándonos en domingo.
Deseos sencillos, pues es en la rutina donde hay que encontrarse. No suelo fijarme metas de cara al año siguiente -ni dejaré de fumar ni ahorraré más, probablemente-; soy de los que ensayo una percusión brindando muchas veces sin motivo aparente. Porque el hecho de hacerlo ya es suficientemente finalista. Así que, como el año pasado, y por no romper las buenas costumbres: brinden, que las copas y su estruendoso repiqueteo despidan el año. Que los reencuentros alivien las despedidas, los amigos precedan a la resaca y las conversaciones permanezcan inacabadas. Que pueda seguir rezándole en voz baja a mi única y rubia religión.
Sigo con mis cortas vacaciones. Nos leemos el día 7, después de reyes. Feliz año para todos. Para ti también.