Antaño, cuando dabas tu palabra, comprometías tu honor. Hoy, por el contrario, hacemos zapping de un juramento a otro, de una verborrea a otra, sin importar que se anulen entre sí o se contradigan. O que menoscaben nuestra reputación, esa antigualla de guardarropía. Un ejemplo. Tanto el PP como Ciudadanos se abstuvieron cuando se aprobó en el Congreso que el cuerpo basilical y nada glorioso del Caudillazo fuera exhumado de Cuelgamuros. ¿Qué sentido tienen entonces las histerias que prepararon ayer frente a las cámaras Casado y Rivera? Salvo golpearse el pecho como orangutanes frente a sus electores y tratar de debilitar a Sánchez con su kale borroka verbal, ninguno.

Y, sin embargo, ayer, cuando por fin, después de un extenuante culebrón judicial, se ahuyentó a Franco del Valle de los Caídos, el PP acusaba estúpidamente a Sánchez de electoralismo. Casado, a pesar de la barbita de boticario de novela galdosiana que le ha florecido, sigue con sus mismas ideas infantiles en política. Ayer volvió a demostrarlo. Porque bien sabe él que, si se exhumó el 24 de octubre al dictador y no en otro momento, fue porque la famiglia Franco llevaba meses amontonando recursos y multiplicando peronias judiciales para que el abuelito continuara hundido en la penumbra sepia de su cripta de arrogancia y mármol. Por su parte, Cs concentró ayer sus homilías en rebajar a una humorada de Estado la justicia de la exhumación, que la ONU, por cierto, ya llevaba reclamando desde hacía muchas lunas. Cs habló de circo y de película de Berlanga.

Y es verdad, pero yo solo vi a dos payasos ayer. Uno de ellos, el hiperventilado Rivera, que con sus declaraciones de párvulo no solo ultrajó indirectamente a las víctimas del franquismo, sino que se rio del dolor de los miles de familiares que tienen a sus muertos pudriéndose en el limbo anónimo y silvestre de una cuneta. Así las cosas, señor Sánchez, recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte: “Con Rivera, no”. Haga caso por una vez no a sus señoritos del Ibex 35 y sí al inconsciente jungiano y colectivo de sus votantes. Sea socialista y obrero, y no solo juegue a parecerlo.

El otro bufón fue Francis Franco. Un cínico palurdote y sin talento que fingió compadecerse de los periodistas porque, según él, el Gobierno no los dejó informar de la profanación, y, claro, debieron resignarse a abrevar las noticas en blanco y negro que les suministraba el NO-DO de Pedro Sánchez. Quién lo ha visto y quién lo ve a don Francis de la cosa. Mirando por el bien común (supongo que también por el que todos tenemos en el pazo de Meirás). Rebozándose en la democracia a la gabardina como una gamba redicha y sosa. Comparando la tiranía mediática del Gobierno con las libertades que triunfaban en tiempos del abuelito, cuando gracias a la libertad de expresión se organizaban muy enjundiosos debates en los patios de las cárceles, en las tapias nocturnas de los cementerios y en los ratos libres que dejaban el hambre, las chinches y las humillaciones en los campos de concentración.

Lo que en cambio sí fue de Berlanga fue la aparición en Mingorrubio del bigotín marchito y sacristán de Tejero, ese golpista enternecedor que ayer salió de la historia universal de la infamia como si le hubieran dado permiso en el geriátrico para dar un paseo, hale, don Antonio, deje de jugar con la pistola y el tricornio y vaya a despedirse de su amigo, que hoy hace bueno. Y toda la jarca concentrada en El Pardo, al reconocer al exmilitar, sucumbió a una histeria textil de trapos preconstitucionales, arriba España, coño, mientras las viejecitas chillaban como groupies al paso de su estrella de rock golpista y metalero.

Menos berlanesca es la supervivencia del franquismo en una parte del aparato estatal, policial y militar. Y eso es lo inquietante. No va a ser fácil desinfectar ese franquismo travestido de democracia que huele a orines a conejo. Ni siquiera lo vamos a espantar con zotal. Porque ya está, otra vez, en las instituciones, con Vox me acuesto y con Vox me levanto en el Parlamento y con el PP y Cs en su club de fans. Y porque, según algunos historiadores, uno de cada cuatro españoles —esos que no condenan las pintadas ultras contra el arzobispo Osoro en los muros de las iglesias por no haber defendido los despojos de Franco y en cambio se sulfuran como una pastilla de Alka-Seltzer por los disturbios en Cataluña—; uno de cada cuatro españoles, decía, disculpan o justifican cuarenta años de dictadura. Así las cosas, cuidado, españoles, que Franco no ha muerto. Aunque la siniestra memoria de Cuelgamuros empiece —por fin— a cubrirse de hiedra.