La inclusión de la capacidad de que el Senado tenga veto paritario con el Congreso en la Ley de Estabilidad Presupuestaria rompe la regla general establecida en nuestra Constitución de que, en caso de discrepancia, el Congreso tiene la facultad de imponer su criterio al que manifiesta la Cámara Alta. Se trata de una excepción impulsada por una mayoría absoluta del Partido Popular en ambas Cámaras, sin el consenso que es conveniente que tengan las normas que dictan las reglas de juego democrático, como lo son las del   funcionamiento de las Cámaras.

Se hizo además desoyendo el informe del Consejo de Estado que avisaba de que dicha medida podría significar la obstaculización de la elaboración y presentación a las Cortes de la Ley de Presupuestos, competencia que está prevista constitucionalmente en favor del Gobierno, y mantenía la necesidad de establecer un mecanismo especifico alternativo que permitiese superar una eventual situación de bloqueo parlamentario en relación con la aprobación del objetivo de déficit.

Una situación que se da actualmente, con el brutal efecto de impedir la tramitación de unos Presupuestos que cuentan con un techo de gasto autorizado por Europa, muy conveniente a la hora de afrontar la recuperación de los derechos sociales, y de impulsar la recuperación económica y el empleo. Una obstaculización que perjudica seriamente, además, a las Comunidades Autónomas sobre las que recae una gran parte del gasto social.

En definitiva, se incluyó una paridad de veto pensando no en dar más fuerza al Senado, si no atendiendo a que esta institución, dada la forma de elección de su composición, viene siendo un feudo del Partido Popular -tal y como pasa actualmente, que con un porcentaje modesto de los votos mantiene la mayoría en la Cámara- y, de esta forma, reservarse, en caso de perder el Gobierno, la capacidad de tener la llave para poder aprobar las cuentas.

Por lo tanto, estamos ante una reforma por puro interés partidario y no por amor a un Senado que el Partido Popular, cuando ha tenido el Gobierno, ha mantenido al ralentí, regateándolo a golpe de reales decretos leyes -más de setenta en la X Legislatura-, con una Comisión General de las Comunidades Autónomas absolutamente paralizada, obstaculizando la comparecencia de las comunidades autónomas en la misma, haciendo que la urgencia fuera la regla general en la tramitación de las iniciativas, menospreciando las enmiendas de la oposición, entre otras muchas anomalías democráticas, y que ahora utiliza, como si de su corral se tratase, sin complejo alguno, como puro ariete en contra del Gobierno de Pedro Sánchez.

Además, la airada defensa del Senado ante la posibilidad planteada de que su capacidad de veto en la mencionada Ley pueda ser levantado a posteriori por el Congreso, eliminando un veto antisistema y partidista contrasta con que el PP mantenga paralizada una Ponencia en la Cámara Alta, desde noviembre del 2016, para impulsar la imprescindible reforma del Senado con el fin de que sea una Cámara verdaderamente Territorial, y que para ello se impulsen las reformas constitucionales para darle unas funciones más determinantes - especialmente en asuntos de relevancia autonómica-  pero también y a la vez, para que tenga una composición con mayor legitimidad territorial, con el fin de que se facilite la participación de las Comunidades Autónomas en la conformación de la voluntad del Estado.   

Lo que no es lógico es que sin sistemática alguna, sin consenso, y por puro interés partidista se den más competencias al actual Senado, manteniendo su actual composición, nada territorial, muy parecida a la del Congreso, con la mirada puesta en las provincias y no en las comunidades autónomas -en el 78 nadie sabía cuál sería el desarrollo del Estado Autonómico, dado un Titulo VIII tan abierto y optativo-, rompiendo con el bicameralismo imperfecto o limitado, propio de una  Cámara de segunda lectura o de reflexión, que es lo que es actualmente.