Siempre hay alguno. Me refiero a los cuervos. Apoyan su silueta de brujos en una señal de tráfico o en los cables de la luz que se estiran por encima de las sementeras pardas y geométricas de Castilla. Los cuervos son aves muy literarias, al menos desde que Edgar Allan Poe disecara a uno de ellos en aquel poema que concluye con un graznido de alquitrán: Never more.

Nunca más es el mismo grito silencioso que repite esta fotografía. En ella, un pañuelo de lunares enmarca la expresión de desamparo de una mujer aún joven que mira fuera del encuadre, como si acabara de llegar a otro mundo no del todo reconocible. Pero más que la mirada de escarcha o que el tosco traje de prisionera en que se insolenta un número blanco y atroz a la altura del pecho, impresionan los hombros, caedizos y apáticos, como los de un pelele, que sugieren todo el horror que le niega la iluminación remilgada del fotógrafo. Esta mujer es Neus Català. La española que sobrevivió al campo de exterminio nazi de Ravensbrück —el Puente de los Cuervos, literalmente— y al de concentración de Holleischen, donde fue tomada esta foto.

Neus Català ha fallecido recientemente. Llevaba más de un siglo en el DNI y todo el horror imaginable detrás de aquellas macizas gafas con que la retrataban en los periódicos. Y murió tarareando canciones que defendían la libertad, igual que más de dos milenios antes habían hecho los cántabros que historió Estrabón. Clavados en las cruces romanas, sin rebajarse a suplicar agua o un lanzazo piadoso que les abreviase la agonía, aquellos guerreros expiraban entonando cantos de victoria. Y los romanos, claro, le temían más a ese orgullo indómito que a las espadas.

Neus Català no hizo más que batallar por la libertad de su patria. Pero su pueblo no lo formaban las gentes de su terruño, sino todos los que luchaban contra el visceralismo mesiánico y vesánico de Hitler. Las golondrinas que sobrevolaban el cielo germanizado del barracón la ayudaron a no desfallecer. Cada vez que dibujaba una golondrina se alejaba con ella en el horizonte infinito de la pared. Y entonces volvía a ponerse los botines y a cogerse de la mano de su marido, cuando ambos paseaban entre el junio verde de viñedos de su Priorat natal.

Neus Català tenía veintinueve años cuando entró en el reino de los cuervos de Ravensbrück, un moridero nazi destinado casi en exclusiva a mujeres y niños. Uno de los más brutales. Por ejemplo, cuando una prisionera regresó al barracón después de quince días de torturas, sus compañeras solo pudieron reconocerla por los zapatos. A los recién nacidos más débiles se los ahogaba en baldes de agua o se los estrellaba contra la pared delante de sus madres.

Aquella noche del 3 de febrero de 1944 las futuras reclusas sintieron mucho frío. En el cielo helado, la única estrella que brillaba era la de David. Y la mala estrella de Neus Català, de gitanas, de lesbianas. Cuatrocientas españolas republicanas más conocerían el horror racionalista de Ravensbrück, y 92.000 mujeres y niños jamás escaparían de él, salvo por las chimeneas, convertidos en humo.

Neus Català fue de las pocas prisioneras que salió de Ravensbrück tal como había entrado. La trasladaron al campo de Holleischen, en Checoslovaquia, para fabricar armas, pero ella escupía en la pólvora de las balas para inutilizarlas y jamás dejó de mirar a los ojos a sus carceleros.

Hoy que los neofascismos asoman en Europa y hasta al Parlamento español han llegado, hay que evitar que la historia se reduzca a letras para las termitas. Porque ni Auschwitz, ni Mathausen, ni Buchenwald, ni Ravensbrück son únicamente lugares geográficos o remotos episodios históricos. Son estados mentales. Basta, pues, con una chispa para que vuelvan a habitar entre nosotros. Ahora bien, siempre habrá una Neus Català para apagarla, porque ella sigue estando viva, porque el suyo solo fue un funeral sin muerto.