Esa relación es especialmente complicada con el gran hermano europeo, la Alemania de Angela Merkel, que no se limita a darnos lecciones de economía, sino que parece pretender exigirnos un cambio radical en nuestra repugnante manera de ser. Porque, aunque usted no haya dormido una siesta desde las vacaciones de verano (quince días más cortas que las alemanas), para Merkel no deja de ser un perezoso mediterráneo. Tal vez no tenga usted más que un modesto utilitario español o francés, pero debe usted sentirse culpable porque hasta ahora lo ha conducido como si fuera un Mercedes o un BMW alemán, derrochador, que es usted un derrochador.

Y eso por no hablar de la manera que tiene usted de comportarse en los lugares públicos, siempre a gritos, ensuciándolo todo, y sin respetar el pulcro orden germánico que tanto éxito les ha proporcionado en cuantas tareas lo han aplicado. Por todo eso, y por muchas más cosas que me voy a ahorrar, usted, triste ejemplo de una raza (sé que científicamente no se puede hablar de razas humanas, pero lo hago para que me entiendan los discípulos de Merkel que puedan leer esto) condenada por sus pecados, debe sentirse culpable.

Y sin embargo, fíjense ustedes lo que son las cosas, he descubierto en un reciente viaje a un lugar de culto para muchos alemanes que vienen a España, que entre algunos de ellos se ha colado algún gen mediterráneo, que los hace comportarse como vulgares latinos. Se trata del embalse de Ribarroja, en la frontera (que más le gustaría a Mas) entre Cataluña y Aragón, y que se nutre de las aguas del río Ebro, y del mucho menos caudaloso, pero no menos bello, río Matarraña. En ese pantano, un grupo de alemanes aficionados a la pesca de grandes peces, introdujeron en los años 60 el siluro, una especie centroeuropea de un pez tan grande y voraz, como indigesto. Lo hicieron, porque de esa manera se aseguraban la pesca durante todo el año, porque en Alemania son muy estrictos y ordenados, pero no han conseguido educar el frío invernal.

Con los años, el siluro ha ido acabando con la mayor parte de las especies autóctonas del embalse y del río Ebro, provocando una auténtica hecatombe ecológica. Pero como en España somos como somos, en vez de multar a los que introdujeron el dichoso pececito, lo que hemos hecho es facilitarles en todo lo que hemos podido el goce y disfrute de su pesca. El lugar esta lleno de centros de alquiler de embarcaciones y de hospedaje, en los que el único idioma oficial de cartelería y atención al público es el alemán. Tanto es así, que en la añorada época de las monedas autóctonas, sólo admitían el pago en marcos.

Es decir, aunque el embalse se encuentra técnicamente en territorio español, a todos los efectos es una parte de Alemania. Bueno, sería una parte de Alemania, si no fuera por pequeños detalles que nos recuerdan que es puro Mediterráneo. Como el hecho de que esos germánicos tan obedientes con las leyes en su país, aquí se las pasan por el forro de ya sabe usted donde. Es normal encontrarse en medio del embalse largos y fuertísimos sedales conectados a boyas a gran distancia de la costa para la pesca del monstruo centroeuropeo (y ahora hablo del siluro, no de la Merkel). La gracia de estos sedales es que están a la altura del cuello, así que si un mediterráneo, antiguo habitante de esta zona del planeta, se pasea en barca y no lo ve, puede, como estuvo a punto de ocurrirle a este humilde servidor, separarse la cabeza del resto del cuerpo, con los lógicos contratiempos que esto puede acarrearle si pretendía seguir con una vida normal.

Aunque las orillas del pantano están plagadas de carteles en alemán, parece que en ninguno de ellos se advierte a nuestros pulcros visitantes de que en España, aunque seamos un país mucho más atrasado que el suyo, disponemos de un decente servicio de recogida de basuras, que incluye la distribución de containers por nuestros pueblos y ciudades. La zona está plagada de latas de cerveza alemana, de bolsas de comida preparada alemana, y de otros enseres traídos del limpio país (como pueden ustedes observar en la foto adjunta). Lo que me hace pensar en el maravilloso negocio que debe hacer la hostelería autóctona con semejante turismo.

Aunque no les suelo poner tareas, esta semana me voy a permitir pedirles un ejercicio. Entre siesta y siesta, imaginen ustedes lo que ocurriría si esta historia fuera exactamente al revés. Y si tras pensar un rato se les despertara el cerebro y les diera por la lectura, les recomiendo el libro “El Mediterráneo y los bárbaros del Norte”, de Luis Racionero. Que lo pesquen ustedes bien.

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