Lo siento. No soy capaz de escribir de otra cosa que de lo mismo que ha hablado todo el mundo a lo largo de esta semana, y lo que queda. No soy capaz de enfrentarme al teclado y no hablar de ellas. Sería traicionarlas a ellas y traicionarme a mí misma

Olivia y Anna. Dos criaturas preciosas con toda la vida por delante y apenas nada por detrás. Dos criaturas que apenas habían comenzado a vivir y que han perdido esa vida que empezaba a manos de quien más debería quererlas, y de la forma más cruel posible. Dos niñas cuyas escenas tiernas veíamos en nuestras pantallas compartidas por su madre mientras, sin que ella ni nadie lo supiera, ya yacían en el fondo del mar, víctimas de un padre asesino.

A lo largo de mi carrera profesional siempre, cuando suceden estas cosas horribles, me hago la misma pregunta. Me cuestiono cómo alguien es capaz de hacer daño a un niño o niña y me cuestiono más aún cómo ese alguien puede ser su progenitor. Recuerdo cuando mis hijas eran unas niñas y todo cuidado me parecía escaso, todo riesgo me parecía enorme y todo el amor del mundo me parecía poco para ellas. Por eso no quiero ni imaginarme cómo será el dolor de esa madre, como serán sus días y sus noches a partir de ahora, sin sus hijas. O, mejor dicho, sin la presencia física de sus hijas, porque su recuerdo la acompañará siempre.

También quiero acordarme de Rocío, una criatura de solo 17 años que nos ha faltado esta semana. Pese a su corta edad, ya ha dejado un bebé sin madre y una familia destrozada. Fue otro salvaje machista quien la asesinó y la descuartizó en nombre de un supuesto amor que nada tiene de eso. A Rocío, además, ni siquiera le dedicamos suficientes lágrimas, eclipsada por la conmoción tremenda que el hallazgo del cadáver de la pequeña Olivia supuso.

Podemos preguntarnos por qué. Podemos rasgarnos las vestiduras y buscar culpables. Podemos discutir sobre quien analiza mejor las causas y quien hace el mejor homenaje. Podemos llorar, y hacer concentraciones ruidosas o minutos de silencio. Hay quien, incluso, pretende aprovechar el momento para obtener rédito político. Pero no volverán.

El único homenaje que deberíamos hacerles es una unión sin fisuras de condena al asesino y apoyo a las víctimas. Y, con esa unión, enfrentarnos a quienes dicen barbaridades desde púlpitos o estrados, desde redes sociales o desde tertulias de café.

Porque, cuando de violencia de género se trata, no hay equidistancia posible.