Hace unos años, una tía francesa, cuando enviudó me envió un paquete lleno de recuerdos de familia que conservaba mi tío (quien vivió casi toda su vida en Paris), porque sabía que tenía una conexión especial con él, y porque sabía que yo había dedicado un tiempo a investigar el árbol genealógico de mi familia materna, y daba por hecho que me interesaría. No sólo me interesaba, sino que me pareció algo mágico, maravilloso, y lleno de historia familiar y de mucho contenido. Como decía Nuccio Ordine, el gran filósofo italiano, es necesario mirar el pasado para entender el presente y prever el futuro. Porque difícilmente podemos saber bien quiénes somos si no sabemos bien de dónde venimos.

Entre diarios manuscritos, fotos, cartas, libros, había un sobre lleno de documentación de una de mis bisabuelas de la que, por supuesto, me sabía a grandes rasgos su historia. Se trata de los documentos de su carrera universitaria, en la Escuela Normal Superior de Maestras de Valladolid. Al parecer ella quería estudiar Leyes, pero se tuvo que conformar con magisterio, los únicos estudios permitidos a las mujeres de la época. Estaban los expedientes académicos de cada curso, y otra documentación diversa entre la que me sorprendió un documento oficial, de 1880. Se trata de un certificado notarial en el que se expone que el padre de mi bisabuela no sólo no se opone a que su hija inicie estudios universitarios, sino que da fe del apoyo que le otorga; y que lo firma, con varios testigos, haciendo constar que se siente cómplice del deseo de su hija, deseo del que se hace responsable.

Cuando leí esto me sentí asombrada. Hace ciento cincuenta años el hecho de que una mujer estudiara requería de actas notariales y de certificados especiales porque, obviamente, las mujeres no estudiaban. Muchas de ellas ni siquiera sabían leer. Su única misión era parir, criar hijos y cuidar a maridos. Salirse de ese molde era oponerse a un status quo ideado para proteger a un patriarcado cómplice del poder tradicional represor y abusivo, y misógino hasta la médula. Me siento absolutamente orgullosa de esa bisabuela que se negó a bloquear sus inquietudes de estudiar, de querer saber más; y también de su maravilloso padre, un hombre bueno que fue su cómplice, y no su dueño,  ni su tirano. En unos años en que el machismo más radical formaba parte asumida de la vida de las personas, esa actitud paterna, para mí, tiene un mérito muy especial.

En 2006 se publicó un libro precioso, de Stefan Bollmann, Las mujeres que leen son peligrosas, que es un canto y un homenaje a las mujeres y su relación con los libros y la lectura; como una puerta abierta a otros  mundos y otros paradigmas de independencia y libertad que tradicionalmente les han sido negados. Un año después, en 2007, Bollmann publicó otro libro maravilloso: Las mujeres que escriben también son peligrosas. Un homenaje a las mujeres escritoras de todos los tiempos. Mujeres como Jane Austen, las hermanas Brönte o Virginia Woolf consiguieron, a pesar de que la literatura era un ámbito restringido a los hombres, escribir, expresarse, crear otros universos literarios; y trascender la pasividad y la sumisión a las que las mujeres eran relegadas, por obra y gracia de mandatos terrenos y sobre todo divinos.

Y, efectivamente, las mujeres que leen y que escriben son, somos “peligrosas”, por supuesto en sentido figurado. El verdadero peligro está, en realidad, en otros lares. Las mujeres que leen, que escriben, que piensan, que observan, que analizan y cuestionan la realidad, han sido siempre, son y siempre serán un elemento primordial en la lucha por el progreso y por la libertad. Casi ocho siglos de persecución, por parte de la Inquisición en la llamada “caza de brujas”, a las mujeres sanadoras, parteras, sabias o cultas, o el asesinato cruel de Hipatia de Alejandría por los cristianos en el siglo IV, la última mujer científica de la Antigüedad hasta la llegada del cristianismo, que impuso el odio a lo femenino como parte esencial de su ideario, avalan y muestran ese enorme interés de algunos por anular a las mujeres.

El pasado lunes, 16 de octubre, se ha celebrado en España, como cada año desde 2016, el Día de las Escritoras, por iniciativa de la Biblioteca Nacional de España en colaboración con otras organizaciones de apoyo a las mujeres. En palabras de Ana Santos Aramburo, directora de la BNE, con esta celebración se pretende recuperar la palabra de mujeres escritoras que en sus textos reflejan sentimientos, búsquedas y luchas. Mujeres siempre valientes, cuya obra, en muchas ocasiones ha sido ignorada. Rescatar su voz es un acto de justicia y reconocimiento hacia todas ellas.

Ese día me vinieron a la mente tantas y tantas mujeres maravillosas que han aportado tanto al mundo de  la literatura. También me vino a la mente mi madre, y también muchas mujeres de su familia, mujeres sensibles y a la vez muy fuertes, que nunca se dejaron, ni se dejan amedrentar por las imposiciones. Y también me vino a la mente la fuerza enorme de esa abuela de mi madre, mi bisabuela, que consiguió estudiar, y que también escribía poemas.

Coral Bravo es Doctora en Filología