A menudo me resulta extraño el modo que tienen muchas personas de percibir la realidad. Es como si casi nada les importara, a excepción de lo que afecta únicamente y de manera muy directa a su vida personal. “Odio a los indiferentes. Creo que vivir quiere decir tomar partido. La indiferencia y la abulia son parasitismo. Por eso odio a los indiferentes”, decía Antonio Gramsci, y le entiendo perfectamente;  porque es evidente que, como decía Edmund Burke, para que el mal triunfe sólo se necesita que los buenos no hagan nada.

Existe un tema que es sangrante, que es urgente y vital y que nos afecta a todos sin excepción, y, sin embargo, la desidia y la abulia parecen guiar a la mayor parte de las conciencias. Me refiero a la contaminación del planeta y al consecuente cambio climático. De que se tomen medidas urgentes depende realmente el futuro del planeta, el futuro de todos. Parecen palabras vanas. Es como si nos hubiéramos habituado a que se hable sobre ello como quien oye hablar del tiempo, aunque es algo tan esencial que la humanidad entera depende de ello.

Desde finales del siglo XIX, con la segunda Revolución industrial, pasando por el uso de carburantes fósiles, el vertido de tóxicos y gases de efecto invernadero y el uso masivo e indiscriminado de plásticos que están contaminándolo todo, el ser humano ha ido destruyendo de manera progresiva el equilibrio natural de la vida del planeta. Si a lo largo del siglo XX ese deterioro iba siendo relativamente soportable y la vida natural se iba regenerando a sí misma del daño causado por el hombre, en las últimas décadas las consecuencias de esa destrucción vergonzosa están siendo realmente intensas, alarmantes y enormemente peligrosas.  

En España se emiten aproximadamente 330 millones de toneladas de carbono al año, lo que significa que emitimos alrededor de 7 toneladas por persona. No deberíamos de pasar de 1,7 toneladas de carbono por persona en el planeta para que la vida pueda seguir siendo sostenible. El trabajo y el compromiso que se requiere son inmensos. Sin embargo, la última Cumbre del Clima en Madrid en el mes de diciembre fue un fracaso porque no se llegó a definir la regulación de los mercados de emisiones de carbono. Los países participantes finalmente se limitaron a aplazar la cuestión a la próxima reunión en diciembre 2020. Como si el planeta, como si la vida  pudieran esperar ante el panorama medioambiental tan desolador al que se ha llegado. Se necesitaba afrontar con mucha urgencia la crisis climática. Y una vez más los gobernantes del mundo han mirado para otro lado.

Hace décadas Al Gore comenzó una campaña a modo de grito desesperado informando al mundo de la situación crítica a la que ya habíamos llegado, e instando a tomar medidas urgentes. Y ya decía a principios de los 2000 que el cambio climático es el mayor problema que la humanidad ha enfrentado nunca. Y decía también que los árboles son parte de la solución contra el cambio climático, porque absorben el carbono y retienen el CO2. Evitar la deforestación e impulsar la plantación de nuevos árboles era ya entonces urgente y necesario. Hoy lo es muchísimo más.

En plena pandemia por un virus absolutamente desconocido es inevitable preguntarse hasta qué punto tiene relación esta nueva enfermedad con la crítica situación climática y natural. La ciencia afirma que más del 70 por cien de las llamadas nuevas enfermedades tienen relación directa y estrecha con la ruptura del equilibrio entre el hombre y la naturaleza. Víctor Viñuales, director de la Fundación ECODES, que trabaja por un desarrollo sostenible y respetuoso con el medio ambiente, afirma que es evidente la relación entre la crisis del coronavirus y el cambio climático. Expone cómo los científicos llevan años alertando, y los políticos, a la vez, desoyendo su llamamiento desesperado. En una entrevista para eldiario.es del pasado 3 de mayo, dejaba muy claro que “un planeta sano crea un ecosistema mucho más propicio para la salud humana, y, al contrario, es muy difícil estar sano en medio de un mundo contaminado”. E insiste también en la misma entrevista en el hecho de que estamos viviendo tres crisis gravísimas de manera simultánea: la sanitaria, la climática y la económica; y probablemente las tres derivan del daño que ocasionamos a la naturaleza y a sus ecosistemas.

Jane Goodall, la maravillosa primatóloga, afirmaba en abril, en una entrevista para Europa Press, que “nuestra destrucción de la naturaleza y la falta de respeto hacia los animales con los que compartimos el planeta es lo que ha causado esta pandemia”. Podemos seguir creyendo que somos superiores al resto de especies y que podemos usar y tirar la vida natural a nuestro antojo, según el antropocentrismo que nos enseña la religión, o podemos buscar otros modos y maneras, otros paradigmas que impidan al ser humano traficar, despreciar, destruir los recursos naturales tomando consciencia de que, en realidad, no somos otra cosa que un animal más, y comprometernos con un mundo en el que sea prioritaria una relación respetuosa del hombre con la naturaleza y con los animales de otras especies. No hay otro camino.