La pasada semana se cumplían once años de la masacre de Utoya, aquella matanza en una tranquila isla Noruega que nos sacudió con fuerza. El tiempo ha pasado y ese aniversario ha pasado a oficializarse como el día europeo en memoria de las víctimas de delitos de odio. Un día para recordar, desde luego, y también para reflexionar sobre qué debemos hacer para que hechos así no se repitan.

Recuerdo aquel día con la misma frescura que si hubiera ocurrido ayer mismo. Aquellas muchachas y muchachos asesinados estaban en un campamento de verano, unidos por unos ideales y principios compartidos, precisamente aquellos por los que el autor los mató cruelmente. Mis hijas, por aquellos días unas niñas, también estaban de campamento, lo que me hizo sentir aquella tragedia como un poco más cercana, porque una siempre piensa que les podía haber pasado a ellas. Por un capricho del destino, una de esas niñas mías, ya mujer, estaba en Oslo en el atentado en una discoteca que acabó con la vida de dos personas hace apenas unas semanas, también motivado por el odio. Y es que la vida nos recuerda constantemente que nunca debemos sentir como ajenas estas cosas.

Hace once años de aquella tragedia y parece que fue ayer. Pero, por desgracia, no solo parece que fue ayer por ese tópico tan manido de que el tiempo pasa volando, sino porque si no ayer, anteayer, o cualquier otro día, seguimos viendo delitos como aquel, motivados, simplemente, por el odio a quien se considera diferente. Por suerte, ninguno de la trascendencia de aquel por el número de víctimas y por las circunstancias, pero sí hechos cuya raíz es exactamente la misma.

Aquello sirvió para que nos diéramos cuenta de que nadie está a salvo. Que en cualquier lugar y en cualquier época puede saltar esa chispa de odio y crueldad que desencadene la tragedia, y que, desde luego, no es cosa del pasado como durante un tiempo nos obstinamos en creer.

Hoy debemos aprovechar esta conmoración para reflexionar. Algo está fallando cuando la intolerancia campa por sus fueros en muchos lugares del mundo. Algo estamos haciendo mal para no transmitir el rechazo frontal y decidido a todo lo que sea intolerancia y discriminación. Porque el odio no solo se manifiesta con un arma de fuego. Las palabras y los actos cotidianos pueden estar dando alas a cualquier mal nacido y, lo que es más peligroso, también nuestra indiferencia puede dárselas.

Recordemos que aquí no hay equidistancia posible. O se está con la igualdad o la tolerancia, o contra ella.