Las chicharras son parte de la banda sonora del verano. No se ven en medio de los árboles y la hierba ya seca, pero se oye, y mucho, el canto intenso con el que los machos llaman a las hembras a aparearse. Es el momento óptimo del año, en ausencia de los depredadores.

Las hembras pueden llegar a poner hasta 300 huevos, que quedan escondidos dentro de la corteza de los árboles, para, unos meses después (ya en otoño), eclosionar. Entonces, las crías, llamadas ninfas, caen al suelo y se esconden en unas galerías subterráneas que crean exprofeso para sobrevivir. Ahí permanecen durante dos años, hasta que sus órganos se fortalecen y se convierten en adultas, momento en el que vuelven a subir al árbol. Desde entonces, no suelen vivir más de seis semanas.

No hay que confundir a las chicharras con las cigarras. Las primeras forman parte de la familia de los ortópteros, junto con saltamontes y grillos; tienen patas traseras preparadas para saltar y un color predominantemente verde y amarillo. Las cigarras, en cambio, son hemípteros, como las chinches, y tonos más oscuros. El canto que ambas especies emiten también es diferente: el de las cigarras es un “cri-cri-cri” prolongado, y el de las chicharras, chasquidos más cortos y espaciados.