Se presentó el proyecto de Presupuestos Generales del Estado para el año 2023, con un acuerdo in extremis entre el Partido Socialista y Unidas Podemos, y, como viene siendo habitual, fueron presentados como los presupuestos más sociales de la historia. En efecto, casi 58 de cada 100 euros se destinan a gasto social, algo que ha sido bandera de gobiernos de todos los colores, sólo que cuando unos los presentaban era por su vocación social, y cuando los presentaban otros, era para comprar votos. Así funciona la democracia presupuestaria en nuestro país.

Más allá de las declaraciones, por otro lado, esperables de unos y otros -nunca jamás se ha visto a un partido de la oposición alabar el presupuesto presentado por el gobierno- son muchos los aspectos relevantes de los presupuestos de 2023. En primer lugar, que mantienen durante otro el año medidas de mitigación de la crisis de precios que se presentaron como transitorias, como la gratuidad de los viajes en RENFE o la extensión de los bonos sociales eléctrico y término. Se extienden también otras medidas que se daban ya por consolidadas -como el bono cultural de los más jóvenes- y se amplían los presupuestos destinados a dependencia, educación o sanidad.

En términos de ingresos, se consolidan los últimos anuncios fiscales, incluyendo las rebajas del IRPF para los que ganan menos de 21.000 euros, se amplia el tipo máximo para las rentas más altas, y se consolida el impuesto sobre grandes fortunas, esa especie de modulador inventado para evitar que las Comunidades Autónomas jueguen a ser paraísos fiscales en miniatura. También se incorpora en los presupuestos el nivel de ejecución esperado para los fondos Next Gen, en el que probablemente sea el año de ejecución más alta, tras dos años de prueba y error. En definitiva, unos presupuestos esperables para la coalición: mejora de la progresividad en los ingresos y mejores políticas sociales. Esperar lo contrario hubiera sido poco racional.

Pero el tema que más ha preocupado a propios y extraños es la actualización de las pensiones según la inflación, algo a lo que en principio todos los partidos se habían comprometido, aunque ya sabemos lo que valen los consensos en política económica cuando romperlos permite sacar cierta ventaja fiscal. La actualización supone un incremento del 8,5% de las pensiones y permite a los pensionistas esquivar los efectos de la alta inflación de 2022, una decisión que, aunque conforme a la ley, debería ser motivo de reflexión.

Es interesante tener en cuenta la posición de lo que andan preocupados por la sostenibilidad del sistema, pues el coste de las pensiones en el presupuesto público no deja de crecer, en un contexto en el que las cotizaciones no son suficientes para cubrir las pensiones. Es decir, que impuestos que podrían tener mejor destino en términos de lucha contra la desigualdad o de mejora de la cohesión social, se destinan a un sector en el que hay personas con pensiones muy bajas, pero también personas que llegan bien a fin de mes. También es interesante tener en cuenta la posición de que en un momento en el que toda la sociedad está sufriendo las consecuencias de la crisis de precios, un reparto más justo de dichos costes podría al menos haber afectado a las pensiones más altas. Desde este punto de vista, realizar una actualización diferenciada entre las pensiones más altas y las más bajas hubiera sido lo idóneo, pues las pensiones más bajas -y las no contributivas, ya subidas por acuerdo hace meses- son las que más sufren la carestía de la vida, al tiempo que las más alta quizá podrían haber arrimado un poco el hombro.

Lo que ya no es tan interesante, es más, es peligroso y nocivo, es la campaña, posiblemente orquestada, para enfrentar generaciones. No son pocos los opinólogos que alientan un enfrentamiento entre los cotizantes y los perceptores, no sabemos con que objetivo. Es un camino que lleva hoy a enfrentar unas generaciones con otras, y quizá mañana unas comunidades autónomas con otras, y pasado mañana los que financian la sanidad pública con los enfermos, o los que no tienen hijos con los que los tienen -¿por qué tendría yo que pagar la educación pública entonces?. Un caldo de cultivo que viene muy bien a los que apuestan por el sálvese quien pueda como modelo de sociedad, modelo al que no le faltan adeptos. Sorprende que quien pelea en ese frente defiende el derecho de una generación a no hipotecar su futuro con los beneficios ahora recibidos por los mayores, pero no se han visto, entre esos defensores de los jóvenes, muchas voces preocupadas por cómo las rebajas fiscales entre los más ricos pueden afectar a la sostenibilidad de la deuda, las becas o las ayudas a la infancia que tanto defienden cuando se trata de las pensiones.

Nuestro sistema de pensiones tiene serios problemas, pero alentar ese conflicto intergeneracional es equivocado, pernicioso y políticamente interesado. Ojalá sea pronto neutralizado y aquellos que están honesta y genuinamente preocupados por el futuro de nuestro modelo de pensiones, como quien escribe estas líneas, no entren en tan pernicioso juego.