Un grupo de voluntarios trabaja, en la localidad de Muxía, en la limpieza del fuel vertido por el petrolero 'Prestige'. EFE/Archivo Un grupo de voluntarios trabaja, en la localidad de Muxía, en la limpieza del fuel vertido por el petrolero 'Prestige'. EFE/Archivo



Once años, nada más y nada menos. Más de una década para conocer la sentencia del mayor desastre ecológico de este país. Decenas de miles de folios de un sumario que se acaba de cerrar, en la instancia judicial más baja, tras declarar testigos, expertos, imputados y demás. El Prestige es ya historia, o para ser exactos habría que decir que empezó a serlo desde el mismo instante en que se conoció. No cuesta mucho echar la vista o la memoria atrás y comprender lo que supuso para Galicia y el resto de España ese barco con bandera múltiple por aquello de la fiscalidad, los permisos y otras zarandajas que no entiende el común de los mortales. Los gallegos, dicen que desconfiados por naturaleza, entendimos qué supone recibir el mejor de los agasajos. Gentes procedentes del resto de la península y de diferentes partes del mundo decidieron acudir al Fogar de Breogán con sus mejores galas voluntarias para ayudar, con sus manos, a retirar la mierda negra que inundaba nuestras playas, nuestras rocas, nuestros acantilados, nuestro marisco, nuestros peixes, nuestra forma de vida.

Volver la cabeza, recordar los sentimientos de aquellos días y traer al presente los especiales que los medios de comunicación dedicaron al chapapote, palabra que ya no se irá del subconsciente galaico, es sencillo. Los lamentos de quienes veían cómo las decisiones que se tomaban eran una bomba de relojería resuenan hoy, once años después, con más fuerza. Porque entonces, a pesar de lo que hoy digan los jueces, los políticos tomaron medidas que contradecían las opiniones de aquellos que na Costa da Morte se juegan, porque siguen haciéndolo, la vida, aquellos que han mamado el mar desde pequeños, aquellos en cuyos cinturones hay muescas de seres queridos engullidos por las aguas. Me niego a pensar que el director de la Marina Mercante optase por acciones a sabiendas de que las mismas provocarían un desastre mayor. Sin embargo, dejando a un lado la inexistencia de dolo en su actuación, se antoja inaceptable que su responsabilidad se limite a tomar decisiones con independencia de sus consecuencias, bajo el argumento de la ausencia de mala intención. Muchos ejemplos de la vida penal cotidiana se podrían contraponer a este, pero creo que no hace falta.

Y ahora qué. Recuerdo que mi sensación en la distancia sobre que lo que me contaban los míos desde el primer momento, desde la primera hora del desastre, era que, como siempre, exageraban. También la misma y puñetera distancia me hacía observar las noticias que llegaban con bágoas en los ojos. Seis días, nada más y nada menos, tardó el maldito Prestige en culminar su obra. Para la posteridad, por mucho que nos vendan otras cosas, queda su legado, y eso lo saben bien los mismos que aquel día de hace once años advertían de las equivocadas maniobras adoptadas por los ahora absueltos. Una vez más, pensando en el futuro, nadie les hace caso.

Tras los “hilitos de plastilina” (curiosa la reacción del paisano), las cacerías, las visitas de Don Manuel (por vez primera mis ojos vieron reproches a su persona), llegaron las ayudas, las subvenciones, el dinero para todo y todos. Nunca antes, que recuerde, una administración destinó dinero con tanta rapidez como la gallega para los afectados por la mierda viscosa. En los Eres de Andalucía, según dicen las crónicas Mundiales, cobraba hasta el apuntador. ¡Qué pena que los pedrojotas de turno no se molestasen en investigar las ayudas chapapotianas! Pero para saber cómo fue su reparto basta con pasearse por Muxía y preguntar para percatarse de que, entre los afectados, se incluyeron a tipos que lo más cerca que han estado del mar ha sido con una toalla en la playa de Carnota, o en A Lanzada… incluso llegaron pagas de muchos euros al mes para quienes solo conocían las Islas Cíes por un paseo turístico de ida y vuelta con unos parientes de Madrid.

Las elecciones marcaron la pauta  y los gallegos, que somos muy agradecidos, cumplimos con nuestro rol de proteger y resguardar al señorito. Al fin y al cabo, han sido ellos los que siempre han mandado, antes, con Franco, y ahora, con la democracia (como si llevásemos inoculada la servidumbre en nuestra sangre).

Una década y pico después, la Justicia acaba de pronunciarse y lo ha hecho como muchos esperábamos, es decir, sin mojar o siquiera salpicar a los señoritos. Hay quien dice que esto no puede quedar así, que ya están preparándose los recursos correspondientes. Yo soy de los que piensa que en esto de las responsabilidades penales de los políticos, los jueces, sin caer en la generalización, muestran un forofismo o seguidismo similar a los ultras del fútbol que se traduce en que algunos son inmunes e impunes. Nunca Máis nació entonces, hace once años, por la mierda del chapapote. De ese movimiento, sin cuotas, formábamos (y lo seguimos haciendo) la gran mayoría de gallegos, incluidos algunos señoritos.

La sentencia de esta semana ha tirado por tierra las esperanzas de hacer justicia. En cualquier país civilizado surgiría enseguida una pregunta retórica ¿Cómo es posible que nadie pague por el mayor desastre ecológico de la historia de una nación?

4.018 es el número que este año se jugará en Galicia para Navidad. Son los días que han transcurrido en los once años que ha habido que esperar para conocer la decisión del tribunal por la patraña del Prestige. Es la particular ‘pedrea’ que nos queda porque de impartir Justicia (con mayúscula) mejor no hablemos Nunca Máis.

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