Me he puesto a hacer memoria. A recordar mis 20 años, absolutamente absurdos, imagino que como los de cualquiera, mirando a un futuro utópico mientras intentaba prepararme para enfrentarme a los 1.000 golpes que me iba a deparar la vida sin yo saberlo. A recordar las sufridas entrevistas de trabajo para intentar ser una mujer de provecho en un mundo aún más machista que el de ahora. A recordar mis miedos, mis inseguridades, mis vacíos, mis dudas, mis envalentonamientos ante examinadores laborales que te sometían a interrogatorios durísimos para poder colocar a su recomendado. Decía mi madre que "el que tiene padrino se bautiza y el el que no, se queda moro". Y yo era "mora perdida", desasistida en el mercado laboral, incomprendida en mis primeros "interrogatorios" en busca de un trabajo.
Me recuerdo y me veo medio lela pero cargada de energía y de cierta capacidad de análisis. Vamos, lo normal. Y entonces miro al "pequeño Nicolás" y alucino. ¿Cómo es posible que un "pipiolo", un chavalito, que por muy inteligente que sea anda en modo "credibilidad cero", que un pedante repipi que acaba de superar la mayoría de edad se cuele en círculos vetados a cualquiera, en ámbitos exclusivos? ¿Cómo es posible que alguien le escuche y reaccione a sus estímulos tal y como él pretende en vez de darle una palmadita en la espalda y mandarlo a casa con mamá? Entiendo que con esa edad y, quizá, con aires de grandeza, el chaval soñara e intentara progresar adecuadamente y a velocidad de vértigo en este mundo cruel que te niega cualquier derecho por el mero hecho de pretenderlos. Imagino que miró a su alrededor, vio lo chusco del panorama y concluyó lo que cualquiera: "la cosa está chunga". Pero de ahí a montarse el "rollo" que se ha montado. ¡Qué quieren que les diga!.


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