El AVE de vuelta a Madrid suena diferente esta vez. Como si María del Mar Bonet me susurrara una de sus canciones a través de un hilo musical solo disponible en mis oídos. Me queda un poco una sensación como de añoranza, de amistad perdida. Porque cuando un amigo se va, aunque se quede, algo se muere en el alma.

Atrás quedan dos días de octubre. Extraños. Cargados de rostros, de gestos, de meteduras de pata. He visto a una niña leer sentada en la calzada y a otra cantar soflamas independentistas junto a una estación de metro. He visto a gente celebrar una fiesta y a otros llorar. Casi todos estaban tensos, enfadados por esto, por aquello.

En las "manifas", como en botica. Desde quien busca denodadamente su diez por ciento de beneficio, al margen de los intereses del pueblo, hasta quienes siguen creyendo en la utopía. 

Subidos en un balcón, los periodistas de relumbrón contemplan el espectáculo de lejos, desde arriba, mientras los políticos de uno u otro bando indican con el índice el tiro de cámara. Entre el pueblo, los locos que buscan la verdadera historia [no yo, los buenos] bajo cánticos de "Prensa española, manipuladora".

Mi carnet de periodista hierve en el bolsillo trasero del pantalón, porque no hay huevos de colgárselo.  Los manifestantes son más bien sosos y los cánticos, un un tanto esporádicos y muy repetitivos. Las calles siempre serán nuestras. Alguna más. Los abuelos no se tocan. Esto con Franco sí pasaba. La policía española [así la llaman, eso o las fuerzas de ocupación] se lleva la peor parte, parapetada tras un muro de mossos que los protegen con cara inexpresiva bajo la barretina.

Cada vez que el helicóptero sobrevuela el río humano que baja hacia plaza de Catalunya, la multitud se mofa, las manos en alto, como si saludaran.  Cada gesto que se hace en Madrid se toma como una afrenta. Quizá lo sea. A estas alturas de la jugada, todo se ha ido de madre y nadie parece controlar realmente el balón, que va de lado a lado. Quienes hace apenas unos días en la capital se hartaban de mostrar su solidaridad con Barcelona, hoy insultan a la ciudad y a sus habitantes.

Hay vaga general, huelga, y la basura se acumula a lo largo del recorrido. Mayoría absoluta de latas de cerveza. También abundan otras latas más pequeñas, de las que se extrae la maría que perfuma diferentes zonas. Al disolverse, dos tristes operarios con un adhesivo de servicios mínimos en la pechera, acarician el suelo con unas escobas diminutas e inútiles. La imagen rozaría el ridículo si no provocase tanta tristeza.  

En las pantallas, el rey amenaza y el pueblo se retuerce. No hay lugar para el diálogo. Ada Colau apela a la sensatez desde Twitter, pero nadie parece seguirle el paso. En las terrazas de los bares, los de aquí olvidan y los foráneos se hacen fotos, incapaces de comprender lo que sucede ante sus ojos. Mi familia me pregunta por WhatsApp si estoy bien, porque la imagen que dan los informativos de televisión es inquietante. Prensa española, manipuladora, respondo. 

La mañana del miércoles despierta como una más. Los instagrams de los manifestantes arden con las fotos publicadas. Mucho postu, mucho ir a la manifa porque es lo cool este otoño. No todos, por supuesto. También ha habido quien se ha dejado la voz delante o detrás de la pancarta. Vista de lejos, Barcelona parece hoy una ciudad normal. Es la banda sonora lo que falla. Las conversaciones giran alrededor del monotema. Muchos afirman haberse desconectado de los medios de comunicación, hartos, saturados.

Toca pulsar la opinión del ibex35. De los locales. Preocupación. A estos la política les da igual. Haremos lo que sea mejor para el negocio, dicen. Los intereses del accionista son lo primero. Hay quien habla ya de cambio de sede. La versión contemporánea del vente a Alemania, Pepe.

Barcelona late despacio, pero late. En un semáforos se cruzan comentarios. Los encuentros con amigos y conocidos duran más que antes. En lo alto de Sarrià, los chavales salen del colegio con sus uniformes azul cielo y miran hacia abajo, donde el río hierve. Aquí hay menos senyeras colgando de los balcones y más calma. Las opiniones se dan a puerta cerrada y se mira hacia España con impaciencia. O eso parece.

Me invitan a comer en el Velódromo, donde nada extraño parece suceder. Nadie me mira raro ni mal a pesar de mi acento madrileño. Chapurreo catalán como puedo, pero es poca cosa. Me siento mejor acogido que nunca en Barcelona. Me pregunto qué sucedería si sacase el carnet de prensa.

Por fin llego a Sants. Me voy sin ganas de irme. Tanto, que equivoco la hora del tren y lo pierdo. Siento que debería quedarme. No subirme en este ave. Por la ventanilla, entre Catalunya y España no percibo diferencia. Yo, que creo en la autodeterminación y me río de las fronteras, confieso que no entiendo nada de esta situación.

Me da igual que se hundan ambas economías [consecuencia inevitable del procés]. Me da igual dónde empiece un país y dónde termine una nación. Lo que me importa es la gente. La niña que lee. La niña que grita. Los que lo viven como una fiesta. Los que lloran. La joven hermosa de rostro encendido. Ellos pagarán los platos rotos. Los políticos se echarán la culpa los unos a los otros y se irán de rositas, como siempre. Quizá a alguno le pongan una estatua. Con su pan se lo coman. Pero yo, en este AVE que regresa, solo puedo pensar: Visca la gent de Catalunya. No, mejor: Visca la gent.