El pacto por el restablecimiento de la Generalitat fue posible en un momento en el que el entramado jurídico de la Transición todavía estaba en construcción. Hoy, el Estado de Derecho condiciona cualquier negociación y para hacerlo más difícil no hay ningún Suárez ni ningún Tarradellas.

“No olvide señor Suárez que una cabeza de gobierno que no sepa solucionar el problema de Cataluña pone en peligro la Monarquía”, le espetó Josep Tarradellas a su interlocutor comenzando la negociación. “No olvide usted que yo soy la cabeza de gobierno de un estado democrático que acaba de ganar unas elecciones”, le respondió el presidente del gobierno español. “Si es necesario, sacaré un millón de catalanes a la calle”, lo advirtió el presidente de la Generalitat al exilio. “Y a mí que me importa”, lo cortó el líder de UCD. Así se rompió el hielo entre los dos desconocidos según explican buenos conocedores del tema. Después, Tarradellas salió del despacho y afirmó ante los periodistas: “Todo va muy bien. Soy muy feliz”.

Excepto la toreada ante la prensa, nos podríamos imaginar Rajoy y Puigdemont reproduciendo un diálogo idéntico, pero es más difícil fantasear con que fueran capaces de llegar a un acuerdo. Aun así, la nostalgia no nos ayudará a salir del pozo donde somos, ni podemos reproducir esquemas de una negociación legendaria, 40 años después. No porque el fondo del conflicto haya variado demasiado, más bien el que ha cambiado han sido las circunstancias jurídicas y la desaparición de los liderazgos. No volverán ni una cosa ni la otra. Por todo ello, el que sucedió en Madrid tres meses antes del “ya estoy aquí”, tiene un valor ilustrativo.



Un viejo republicano exiliado, con sus perseguidores franquistas todavía instalados cómodamente en los rincones del poder, llegó al aeropuerto de Barajas sin papeles e invitado por el gobierno de UCD, fue recibido por el Rey y forzó al presidente del gobierno a elegir entre reconocer su legitimidad o encarcelarlo. Un joven franquista convertido en demócrata a la muerte del dictador, con todos los partidarios de mantener vive el Régimen esperando un error fatal para deshacerse de él, optó para aceptar la continuidad de una institución nacida (o renacida) gracias a la legalidad negada y combatida hasta la muerte por los suyos.

Una situación compleja y peligrosa, resuelta con más literatura de reconocimiento que con derecho administrativo y poder real. Josep Tarradellas aceptó el decreto de restauración de las instituciones históricas firmado por los herederos del general Franco por que le otorgaba el honor y el reconocimiento como presidente de la Generalitat, a pesar de en realidad sólo dispondría inicialmente del poder correspondiente a la presidencia de la Diputación de Barcelona. Nadie se engañó en aquel momento, las dos partes sabían exactamente el que hacían y lo supieron asumir, evitando una gran decepción popular en Cataluña y una reacción airada del franquismo más intransigente.

Suárez y Tarradellas abrieron un espacio de virtualidad política que los permitió impulsar unos acuerdos aparentemente imposibles en aquel momento: la asunción de una institución de la legalidad republicana por parte de un monarca heredero del franquismo. Y lo pudieron hacer gracias a la frágil legalidad imperante en aquellos años comprendidos entre el referéndum de la Reforma Política y el referéndum de la Constitución. Aquel contexto histórico de construcción de un estado de derecho democrático fue clave por el acuerdo; pero ahora, el resultado de aquel periodo, la legalidad constitucional, es el gran obstáculo para la creatividad política exigible para enfrentar la crisis institucional existente entre la Generalitat y el Estado como consecuencia del desafío independentista y el inmovilismo del gobierno del PP.

Cuarenta años después del regreso del viejo y honorable exiliado de Clos de Mosny, aquellas instituciones históricas restablecidas como punto de partida del Estado de las Autonomías están a punto de ser intervenidas por el gobierno central haciendo uso de las prerrogativas constitucionales. Una situación delicada política y socialmente, amenazante de la estabilidad económica e incomoda por el futuro de las relaciones entre Cataluña y el conjunto de España. Las condiciones jurídicas no ayudan a los políticos valientes, si fuera el caso que tuvieran que políticos valientes.

Este artículo está publicado en catalán originalmente en elplural.cat