Sorprende la candidez de muchos analistas que todavía creen en la negociación y el diálogo para solventar la crisis catalana. Es desconocer el ADN de los independentistas pata negra, los que echan carbón sin descanso a las calderas del “procès” desde hace años con una hoja de ruta en la mano: buscar la confrontación radical con el Estado Español para obligar a Madrid a responder con acciones de dureza que, a ojos del mundo, conviertan a ese núcleo de soberanistas – “soldats de Catalunya”, se autodefinen – en víctimas del abuso totalitario español.

El victimismo es una referencia ineludible en la historia de Catalunya, que debe ser el único país que ha convertido una derrota en su fiesta nacional. Como la voluntad y la perseverancia también forman parte de la genética del independentismo puro y duro, su estado ideal de felicidad es el de la resistencia ante la agresión externa cueste lo que cueste, incluida la inmolación . En su fenotipo se incluye igualmente cierta debilidad que se expresa buscando a toda costa el reconocimiento exterior, quieren gustar y que se les pase la mano por el lomo golpeado por la injusticia. Recuerdan al Barça pre Cruyff ante las derrotas causadas por la eterna conjura franquista/madridista, que el holandés borró de un plumazo.

Puigdemont es un pata negra que algunos pusieron en primera línea para que armara el mayor lío posible en Madrid y ganar ellos posiciones en la retaguardia. Pero se ha excedido en el volumen del berenjenal y ya no hay vuelta atrás. Los santones neoindependistas de derechas como Mas han utilizado a su favor gente como el actual President y los Jordis. Pero con el tiempo los cachorro ha crecido, la casa es un desbarajuste incontrolable y no pueden echar al perro robusto porque muerde.

La fascinación por la resistencia de esta legión de “gudaris” es tal que su objetivo final no es tanto la independencia sino la lucha por la independencia rodeada de la épica y el misticismo de los románticos catalanes del XIX, sentimientos a los que es vulnerable parte de la población país  porque forma parte de sus mitos y se arropa cálidamente con  ellos.

La sala de mandos está manejada por agitadores más motivados por la gloria de la resistencia que por la responsabilidad derivada de la victoria alcanzada. Los “si pero no” de Puigdemont lo delatan; confunde a propósito el gesto con la acción.  Por eso el conflicto se enquistará; no habrá independencia pero tampoco dejarán que vuelva la convivencia tranquila.

Confiaban en la muleta del apoyo exterior pero se les ha roto. La Unión Europea los ha desautorizado y Le Monde, que les ha afeado el uso de imágenes falsas de la actuación policial el 1-O, les dice: “Los independentistas viven en una burbuja, venden ilusión. Prefieren la política de lo peor (…) Se puede denunciar la actitud pasiva de Madrid desde 2010. Pero no se puede obviar que el señor Puigdemont tiene bien poco respeto por la democracia”.

Pero el rechazo de Europa no hace mella en su manual de estrategia. No se atisba en el horizonte el menor gesto de dar media vuelta en el vadeo del río y volver a la orilla de la que salieron para recapacitar y negociar desde la razón sin rencores antiguos. No sé dónde he oído o leído que el odio profundo no necesita esperanza, se alimenta solo. Ojalá no fuera cierto.