En torno al descubrimiento, ascenso y caída de Juan Joya ‘el Risitas’ hay un cierto hedor a tocino rancio que persiste dos décadas después de que el locutor y comediante Jesús Quintero mostrara ante las cámaras de Canal Sur su último hallazgo: un hombrecillo achaparrado, simpático, que administraba sus dotes humorísticas con una candidez que desarmaba, quién sabe si consciente o no de que el espectáculo no eran sus chistes, sino él mismo.

Quintero lo presentaba como a un artista, pero lo trataba más bien como a un bufón de feria cuya manera de andar, hablar o reír resultara extravagante y graciosa. Para partirse de risa. Habían pasado los tiempos en que la España profunda se mofaba de gente como él, unas veces aparentando empatía y hasta piedad y otras, las más, tratándolos como tarados que ofrecían gratis el espectáculo de su inocencia, su gracejo o su necedad.

Con la vista puesta en los índices de audiencia, Quintero resucitó aquellos viejos tiempos de miseria moral exhibiendo a Juan por los platós. A muchos andaluces nos avergonzaba aquel espectáculo, cuyo éxito televisivo parecía desmentir la decadencia profesional de quien dos décadas antes había reinventado la mejor radio del país con su programa 'El loco de la colina'. Los tiempos habían cambiado y Jesús también.

En su primera aparición en televisión, de la mano del cantaor y tabernero Pepe Peregil, ‘el Risitas’ contó el atropello que había sufrido al cruzar una calle de su barrio de San Pablo en Sevilla y cómo había sido trasladado a un centro médico donde el “florense” lo había examinado. ¿Quién dices que te vio?, preguntó Quintero con intención evidente de que Juan Joya repitiera “florense” donde quiso decir forense, “el que levanta los cadáveres”, mientras se le escapaba aquella risa convulsa suya que mostraba sin pudor una boca desdentada que no habría desentonado en la ‘Viridiana’ donde Luis Buñuel desenmascaraba las trampas de la caridad y se apiadaba sutilmente de los estragos de la pobreza.

Precisamente en la residencia de ancianos del Hospital de la Caridad de Sevilla residía Juan desde hace meses, hasta ser trasladado de urgencia al Hospital Virgen del Rocío, donde murió ayer. Tenía 64 años, pero nadie le habría echado menos de 74.

Años después, en otro programa monográfico titulado ‘Un día en la vida del Risitas’, Quintero acudía al modesto bloque de viviendas donde residía Juan con la intención, relataba el periodista con voz grotescamente impostada, de “vivir a su lado el recorrido pícaro-sentimental de un día de su vida”. Imitando las leyendas que se intercalaban en las películas del cine mudo, tras bajar Juan de su casa, en la pantalla aparecía este letrero explicativo: “A las 9 de la mañana Risitas salta de la cama y un día más se echa a la calle sin desayunar y sin ducharse”.

Al Risitas lo encontré una noche de hace algunos años sentado solo en la esquina de la barra de una caseta de la Feria de Abril. Estaba algo bebido pero no borracho. Conversamos durante un rato mientras apurábamos media de manzanilla. No recuerdo de qué hablamos, pero sí de haberme llevado la impresión, tal vez errónea, de estar ante un juguete roto al que, pese a haber aparecido mucho en televisión y algo en el cine, seguramente todos habían engañado de un modo u otro.

Además de haber sido víctima de sí mismo, pues parecía haberse enfrentado a las asechanzas de la fama con las herramientas un niño de pocos años o de un adulto que nunca hubiera salido de su aldea, Juan también debió ser víctima de aquel mundo implacable cuyas leyes de hierro desconocía y donde brilló durante un tiempo.

Aquella noche de feria su única audiencia fui yo. No recuerdo las palabras de Juan, pero sí la sensación de orfandad que transmitía, la mirada tristísima, los ojos vagamente llorosos, el discurso algo deshilvanado aunque coherente, el gesto apagado y un punto receloso pero digno. El hombre sentado en aquel taburete era un hombre derrotado que, sin embargo, había logrado preservar su dignidad. No pude verle bien la boca desdentada porque aquella noche no se rió ni una sola vez.