El Gobierno de España debería indultar -como mínimo- a los nueve condenados del caso ERE de quienes dos magistradas del tribunal de cinco consideran que no cometieron el delito de malversación continuada de caudales públicos que les atribuía la sentencia de la Audiencia de Sevilla y que conlleva, como se sabe, severas penas de cárcel.

El primero en pedir el indulto ha sido el expresidente José Antonio Griñán, pero será probablemente solo el primero de una larga cola. La petición la formula su familia y la apoyan los expresidentes socialistas Felipe González y José Luis Rodríguez Zapatero.

Aunque formalmente la decisión depende del Ministerio de Justicia, quien en último término decide es el presidente del Gobierno. Más allá de lo que piense, sienta o le interese personalmente, Pedro Sánchez no podrá no indultar a Griñán.

Es más: no podrá no indultar a los ocho restantes condenados a penas de cárcel amparados por el voto particular de las dos magistradas del Supremo y por cuyas manos no pasó ni uno solo de los cerca de 800 millones de euros que la justicia siempre sostuvo que fueron malversados pero nunca ordenó a sus beneficiarios la devolución ni reclamó a la Junta de Andalucía que dejara de pagar lo que restaba.

Según el Gobierno de Juan Manuel Moreno, en mayo de 2019 quedaban por abonar 60,9 millones de euros, de los que ya se han pagado 33,6; los 27 millones restantes se pagarán en esta legislatura. Puede que todo ello sea normal para la justicia y seguro que tiene una explicación procesal impecablemente argumentada, pero al sentido común -que no entiende de leyes pero sí de justicia- no deja de chocarle.

Si el Gobierno no los indulta por ser unos pobres inocentes, debería hacerlo por ser unos excelsos culpables, unos tipos tan endiabladamente habilidosos que se pasaron diez años prevaricando y malversando tan ricamente a la vista de todo el mundo. Para cometer los delitos que la Audiencia por unanimidad y el Supremo por ajustada mayoría sostienen que cometieron no solo era preciso que todos ellos fueran condenadamente listos, sino que además era de todo punto imprescindible que todos los demás fueran muy tontos, pues para cometer los delitos que cometieron era, como mínimo, necesario 1) un Parlamento ciego, 2) una Intervención estúpida, 3) una oposición en Babia y 4) un Gabinete Jurídico y un Cuerpo de Letrados y Letradas de la Junta de Andalucía absolutamente ineptos.

Volviendo a los indultos, más dudas pueden caber ciertamente sobre los cuatro restantes condenados a penas de cárcel cuyos recursos no han sido estimados en el voto particular de las dos magistradas del Supremo Ana Ferrer y Susana Polo. Se trata de los exconsejeros Antonio Fernández y José Antonio Viera, el viceconsejero Agustín Barberá y el exdirector general Juan Márquez, todos ellos adscritos a la Consejería de Empleo -que era el departamento que otorgaba las ayudas- pero ninguno menos inocente que Griñán de haberse lucrado personalmente con dinero público.

Aunque en el Partido Socialista nadie parece tener el coraje de decirlo en voz alta, el ‘no se llevó ni un céntimo’ que con toda justicia se dice y se repite a propósito de Griñán es igualmente aplicable a los ocho restantes condenados a penas de cárcel por malversación y, por supuesto, a Manuel Chaves y los otros cinco ex altos cargos condenados únicamente a penas de inhabilitación.

A los 15, por cierto, tanto el tribunal provincial de Sevilla como la Sala de lo Penal del Supremo consideran unánimemente culpables de prevaricación, pues según los jueces no podían no saber que estaban delinquiendo. Es cierto que hubo reiteradas advertencias -aunque ninguna mencionó nunca la ilegalidad- por parte de la Intervención de la Junta sobre el sistema de concesión de ayudas y que este no se reformó, pero no haberlo hecho habría sido, en todo caso, un error político merecedor de reproche político, no un delito penal merecedor de acabar entre rejas.

Tres de los cinco magistrados del Supremo comparten la idea en que se sustenta la condena a Griñán: que “las reglas de la lógica y la máxima de la experiencia” indican que no podía no conocer lo que estaba sucediendo. A las reglas de la lógica y a la máxima de la experiencia parece ocurrirles lo que a los principios de Groucho Marx, que la justicia tiene unas pero si a alguien no le gustan puede cambiarlas por otras.

Esas mismas reglas y esa misma máxima no operaron en los casos del expresidente del Gobierno Mariano Rajoy, la expresidenta de Madrid Esperanza Aguirre, el expresidente de Melilla Juan José Imbroda, la exalcaldesa de Cartagena Pilar Barreiro y la exalcaldesa de Jerez María José García Pelayo, todos ellos miembros de un partido bastante popular entre la judicatura cuyas causas por prevaricación, malversación y cosas peores fueron archivadas o sobreseídas porque, pese a ser quienes eran y ocupar los cargos que ocupaban, al parecer no tenían por qué saber, según la justicia, lo que Chaves, Griñán y compañía no tenían, en cambio, más remedio que saber. Se dirían que las reglas de la lógica y la máxima de la experiencia van por barrios. O por partidos.