Juan Carlos I ha perdido 678.393,72€, pero se ha librado del banquillo. Aunque en estos momentos pueda tener problemas de liquidez, 678.393,72€ es calderilla para un tipo que le traspasó 65 millones de euros a su amante alemana Corinna Larsen. En su primera escaramuza con la justicia española, el rey emérito habría salido perdiendo si fuera pobre, pero ha salido ganando porque es rico.

Su abogado Javier Sánchez Junco informó ayer de la operación en un escueto comunicado que la prensa conservadora interpreta como el primer paso del monarca para allanar su regreso a casa. La derecha siempre ha sido muy indulgente con los reyes y con los delincuentes fiscales: doble indulgencia, pues, en el caso de Juan Carlos.

Una de las particularidades de nuestra legislación penal en materia tributaria es que los tipos que defraudan a Hacienda rara vez van a la cárcel. Por muy millonaria que sea la deuda, les basta con saldarla antes de que la Fiscalía presente querella o Hacienda les notifique la púa para quedar en paz con la justicia. Así lo prescribe el punto 4 del artículo 305 del Código Penal.

En España, los delincuentes fiscales son la envidia de los demás criminales. En el caso de los primeros, el Estado solo quiere cobrar, no encarcelar; en el caso de los segundos es al revés, la prioridad es encarcelar, no cobrar. Los primeros pagan su delito con dinero y siguen disfrutando de su tiempo; los segundos pagan con tiempo y, si tienen dinero, lo dejan a buen recaudo para disfrutarlo cuando salgan de la cárcel.  

Los delincuentes fiscales son la aristocracia criminal del país: en comparación con la morralla que es carne de prisión, salen ganando porque tienen el mismo tiempo tasado que todo el mundo, pero muchísimo más dinero. Para ellos, pagar dinero es un simple revés contable; pagar tiempo, una tragedia reservada a la clase baja delincuencial.

La justicia perdona, pues, a Juan Carlos. Quienes no le perdonamos somos nosotros. ¿Que quienes somos nosotros? ¡Quiénes vamos a ser sino los humillados, los ofendidos, los confiados, los engañados! Los pardillos de antaño somos los justicieros de hogaño. Somos, como diría John Huston, ‘Los que no perdonan’.

El que creíamos primer Borbón que nos había salido bueno en 300 años ha resultado ser un fraude. Su conducta personal no anula su hoja de servicios a la patria, pero la mancha irremisiblemente. Tras haber desactivado con éxito a Franco en 1975 y a Tejero en 1981, su último servicio como ex jefe del Estado sería desactivarse a sí mismo.

Ya quedó escrito que la juventud suele ser más bien republicana, pero la nuestra fue monárquica porque tuvimos un rey con hechuras más republicanas que propiamente monárquicas. Sabíamos que fornicaba como un Borbón, pero creíamos que reinaba como un santo. 

Permanecer hasta su muerte alejado de su patria y escondido bajo las faldas de algún sátrapa oriental no parece que él mismo lo considere una opción. Volver a casa sí lo es para él, pero no para nosotros. Ni puede serlo tampoco para su hijo el rey de España ni para el propio Estado.

Nadie sabría muy bien dónde alojarlo; en realidad, dónde esconderlo. En La Zarzuela no podría ser. Ni en ningún otro palacio o residencia del patrimonio nacional.

Descartada la fuga y desaconsejada la vuelta, solo queda la muerte, el suicidio patriótico, quitarse por su propia mano, como hacían los grandes hombres del pasado cuando perdían el honor. Cuando se es un patricio y se ha disfrutado largamente de los privilegios de serlo, nobleza obliga.

Si Juan Carlos es creyente, Dios encontrará la manera de perdonarlo; si no lo es, al menos habrá conseguido la absolución parcial de quienes en el pasado se lo perdonábamos todo. Solo una muerte patricia puede redimir a Juan Carlos de su codicia y blanquear, siquiera pálidamente, los manchurrones de grasa con que ha mancillado su brillante expediente político.