Quienes rechazan la ley de eutanasia se agarran como a un clavo ardiendo a la falta de cuidados paliativos para esquivar un debate que no es sobre la muerte, sino sobre la libertad. Sobre libertad y sobre esa otra gran cuestión ligada a ella que es la cuestión del mal, aunque sería más exacto decir del Mal.

Enigma pavoroso cuando se escribe con mayúsculas, al Mal solo cabe derrotarlo olvidándose de él, apartándolo de sí, no haciéndole preguntas y más preguntas que, como bien sabía el autor del Libro de Job, nadie, sin hacerse trampas a sí mismo, puede contestar desde la razón.

Yahvéh restaura el sosiego y la prosperidad de Job cuando éste deja de preguntar, es decir, cuando renuncia a razonar y se deja guiar únicamente por la fe. No es la opción de un cobarde, pues sobradamente ha demostrado Job no serlo, sino la de un vencido que acepta con resignación, pero también con deportividad, su derrota.

Morir, vivir, tal vez rezar

Aseguran los contrarios a la ley que si el sistema sanitario tuviera una estructura sólida y bien dotada de cuidados paliativos, la gente no querría morir. También dicen que no querría hacerlo si no estuviera sola o no la agobiara la sensación de ser una carga para los suyos. 

Es llamativo el desahogo con que, quienes niegan que exista algo así como el derecho a morir, acostumbran a ponerse ran ricamente en el lugar de quien padece grandes dolores, como si fuera posible revivir, siquiera remotamente, en uno mismo el Gran Dolor que hace desear la muerte.

Loa adversarios de la ley aprobada esta semana por el Congreso –los adversarios sinceros, no los instrumentales ni los ventajistas– han decidido que los enfermos terminales jamás desearían la muerte si estuvieran bien acompañados o debidamente cuidados. La experiencia certifica, sin embargo, lo contrario: que ha habido y hay personas que, aun bien cuidadas y acompañadas, desean libremente morir porque han concluido amargamente que el horizonte vital que les aguarda es un infierno.

Muchos de quienes en conciencia rechazan la ley de eutanasia no son unos fanáticos religiosos, aunque sí sean personas creyentes; es esa fe –para la cual la vida es sagrada porque es un don de Dios– la que les lleva a buscar argumentos racionales en la que apuntalarla frente al riesgo de que se les derrumbe. Vano intento.

San Anselmo redivivo

Se diría que todos o al menos muchos de ellos padecen el síndrome de San Anselmo, el obispo de Canterbury célebre en toda la cristiandad por haber ideado el argumento ontológico con el que creyó haber demostrado racionalmente la existencia de Dios. Vano intento.

La teología renunció hace siglos a la gatera por la que San Anselmo quiso escapar para siempre de la duda y el desasosiego que son compañeros inseparables de la fe. Solo los hombres y las mujeres sin ninguna imaginación son incapaces de dudar de su fe, y apenas existen hombres y mujeres sin ninguna imaginación.

Lo que dignifica a quienes, sin partidismo político ni doblez moral, rechazan el derecho a morir es su fe, no sus argumentos, que no son banales, como no lo eran los de San Anselmo, pero sí impotentes para derrotar la causa de la libertad, que es a su vez la causa de la dignidad y la causa del bien. Del Bien, más bien.

No vale la pena, por lo demás, detenerse en el vil argumento economicista que atribuye a los defensores de la eutanasia el propósito encubierto de matar a los viejos para ahorrar costes hospitalarios al Estado. Si la eutanasia fuera más cara que los cuidados paliativos, utilizarían el argumento en sentido contrario.

Creer o no creer

Lo que no parecen advertir los antieutanasia es que, sin ser tal vez conscientes de ello, están poniendo toda su fe y toda su buena voluntad al servicio del Mal, y ello por no dar su brazo a torcer en la cuestión de quién es el dueño último de la propia vida: es uno mismo, dicen los promotores de la ley; es Dios, replican sus detractores.

Y tienen toda la razón en no dar su brazo a torcer: si lo dieran, estarían dinamitando los pilares de su fe. A todos ellos les asiste el derecho a oponerse a la ley o a no hacer uso de ella, pero no a derogarla o sustituirla por otra que, necesariamente, estaría inspirada no en la razón o en el derecho sino en la fe, que de esa forma impondrían a los que no la tienen.

En aquella legendaria partida entre Satán y Yahvéh cuyo premio era Job, a éste le fue negado el derecho a morir. No quieras entender lo que no se puede entender y Yo te recompensaré, viene a decirle Dios a su siervo Job. “Todo lo que está bajo el cielo es mío”, dictamina Yahvéh en la traducción de Casiodoro de Reina. “Hago penitencia en el polvo y en la ceniza”, informa resignadamente Job en el último verso del libro. Yahvéh lo ha condenado a vivir.

Los detractores de la ley tienen derecho –no son estúpidos ni fanáticos por ello– a hacer “penitencia en el polvo y en la ceniza”, pero no a imponérsela a los demás. Y no pueden ni tienen derecho a imponerla porque, sencillamente, ellos no son Dios, aunque demasiadas veces se olviden de ello.