La tercera etapa de mi vía crucis o itinerario escolar, como ahora se dice, tuvo lugar cuando recalé o me recalaron en el colegio ubetense de las Hermanas Carmelitas Descalzas, junto a la plaza e iglesia de san Pedro, que se comunicaba con el colegio-internado propiamente dicho. Este se alojaba en el palacio renacentista de los Condes de Guadiana cuya torre, una de las fábricas arquitectónicas más bellas de la ciudad, se abría sobre el Real, como esa nave prodigiosa del anuncio televisivo del perfume de Jean Paul Gaultier al filo de cuya altísima proa el marinero de camiseta a rayas aborda la balconada de su novia, que lo aguarda en camisón leve y transparente. En aquella torre, hay dos balcones angulares superpuestos, en el segundo y tercer piso, con parteluces de mármol que ennoblecían nuestras aulas respectivas allí alojadas y abrían una zanja de Macael entre los tejados verdinegros, presididos a lo lejos por la torre de el Salvador y la mole rectangular del Ayuntamiento nuevo. Visto desde la perspectiva actual, hay que reconocer que así acude sin rechistar cualquiera a la escuela. ENTRE TODAS LAS MUJERES Nosotros en cambio, éramos escolares de siete y ocho años y de ahí no pasábamos porque, al ser el nuestro un centro femenino, solo nos escolarizaban a los párvulos por separado y debíamos abandonarlo en cuanto hacíamos la primera Comunión. Y si en el colegio había pocos chicos (la veintena escasa de mi aula) menos, solo yo, único mediopensionista, entrábamos en el comedor, rodeado de niñas por todas partes menos por la que me descansaba en la banqueta, asediado, aciguatado, mimado, interpelado y chinchado por casi un centenar de chicas internas y mediopensionistas de entre diez y dieciséis años muchas de las cuales podían ser mis hermanas mayores cuando no mis propias madres. Curiosamente, casi no recuerdo nada de las clases regulares de entonces y sí de otras muchas cosas del colegio, incluyendo que las mayores me permitían jugar con ellas al balón volea y me ayudaban a tragar lo mejor posible un menú reiterativo y casi infumable que recitaba cantando cuando me preguntaban en casa por la comida: –Sopa-de-fideos / garbanzos-con-verdura... UN TUTOR MUY PARTICULAR Otro aliciente de aquellos dos años en la beatífica institución monjil fue, además del trato amistoso con tanta niña-hermana y niña-madre como de pronto me habían salido, el conocimiento de algunas buenas profesoras, como la hermana Carmen, que les enseñaba "Sus labores" y el de un sorprendente tutor: Ramón Martínez, carpintero, ayudante y reparador de cuantos desperfectos materiales allí había; filósofo, educador, ebanista y tallista de mi incipiente personalidad, amigo solidario frente a la apabullante preponderancia femenina y, sin saberlo, abuelo de Joaquín Sabina, de cuyo hermano Paco era yo coetáneo y él debía andar a gatas, con cuatro años menos, los mismos que mi hermana Laly. Con Ramón me perdía por entre las estancias del convento, de la iglesia y del colegio, repasando bancos, mesas, sillas y remates, aprendiendo el léxico de los procedimientos e instrumentos de la ebanistería, de ayudante de aquel pacienzudo y graciosísimo carpintero cuya filosofía popular iba haciéndome mella en la manera de concebir el mundo (Pinocchio yo, Geppetto él) lleno de asechanzas para mí entonces nebulosas. Pero el idilio con las monjas pronto se resquebrajó, tras de que ellas mismas me nombraran monaguillo de la iglesia de San Pedro, junto con mi amigo Juanito Martínez, el Chico, hijo de un guardia municipal y hermano de dos sirvientas que trabajaban una en mi casa y en la de mis abuelos, Felipa, de cuerpo de casa y Juanita, de niñera. El Chico y yo hacíamos muy buenas migas ayudando a misa a don Cristóbal Cantero, escolapio exclaustrado y a la sazón capellán de El Salvador, trabajo que simultaneaba con la capellanía del convento y colegio carmelitano y que luego extendería a la dirección de un colegio privado (el de don Cristóbal) al que mis padres me trasladaron cuando salí del de las Carmelitas, tras hacer la primera Comunión, con poco más de ocho años. ESCÁNDALO EN EL PRESBITERIO Para entonces ya estábamos empezando los chiquillos de mi pueblo a coger malicia, como se demostró con motivo de los oficios litúrgicos de Semana Santa a los que tuvimos que pedir colaboración a seis amigos de confianza para hacer de monaguillos interinos y vestirse, a pares, con sotanillas blancas, azul celeste y rosadas, que completaban el rojo intenso de las dos nuestras, rematadas todas en esclavinas bordeadas de plumoncillo blanco. Pues bien, nosotros, en vez de levitar o echarnos a volar como angelitos con-celebrantes de la liturgia de Jueves, Viernes y Sábado Santos, nos dedicamos a enredar con las carracas del Oficio de Tinieblas, tanto, que nos orinamos literalmente de risa hasta decorar nuestras delanteras con redondeles que evidenciaban la descarga involuntaria y oscurecían un punto, por la humedad de la tela, el color de las sotanas respectivas. Tanto fue el alboroto en torno al presbiterio donde transcurría nuestro festejo, que la Madre Superiora hubo de levantarse , irrumpir en los entornos del altar mayor como si no hubiera cura alguno y arrastrarnos por la oreja hasta la bancada de primera fila para depositarnos allí, firmemente de rodillas, hasta el fin de la ceremonia, ante la mirada estupefacta de la concurrencia. LA VENGANZA DE UN MONAGUILLO La reacción no se hizo esperar, yo mismo sustraje varias tizas de la pizarra del aula de la famosa torre y, con ellas y toda la firmeza manual airada que me fue posible, escribí luego en el portón de entrada de la iglesia: LA MADRE SUPERIORA ES UNA GRANDÍSIMA PUTA. Con lo que me di por satisfecho al creer vengado mi castigo y el del resto de los monaguillos chiripitiflaúticos y dando así por consumada mi primera separación (la moral) del clero regular femenino. La segunda, la física, tuvo lugar unos meses después, cuando mis padres, me apuntaron en la escuela de don Cristóbal Cantero, otro caserón desvencijado que se alzaba con orientación norte, justo en frente del colegio anterior, con fachada de sillares calizos empapados por la humedad, donde luego se desarrollaría el episodio de La palmeta de O'Pachesco, que ya tengo relatado. Allí tuve que penar dos años preparándome para el examen de Ingreso en el Bachillerato porque el primero, solo tenía nueve y no conseguí la licencia para examinarme antes de cumplir los diez. La sensación de repetir sin haberme suspendido fue también muy desagradable pero acabé venciéndola al aprobar por libre, el examen de Ingreso en el Instituto de Baeza el verano del 56 y me fui interno a los Maristas.