Toda la semana me persiguió su texto: exilio es una palabra sagrada. Ahora que muchos de los intelectuales “de entonces” se han hecho viejos, agrios y reaccionarios al peso, más salvajes con/contra Sánchez, que cuando se sentían progres antifranquistas (Savater sin un gramo de grandeza, enlodado en rabia; Javier Marías en sus renglones de hiel; Trapiello escupiendo al feminismo la pandemia; Cebrián desatado en vulgaridad contra Illa).

Ahora que toda esperanza de valentía, equilibrio y talento parecía derrotada por el virus guerracivilista de la crispación (dice aborrecer la gran mayoría que la provoca y expande), Muñoz Molina escribe “Los exilios” y toda la semana tuve la poderosa sensación de sentirme protegida por el abrigo emocional e intelectual de su trabajo.

A la literatura de Muñoz Molina le pasa mucho lo que a los olores de la infancia: es una poderosa magia que se cuela en los bucles del tiempo y nos remite a lo mejor de nosotros mismos. A una cierta integridad moral, a una exigencia de compromiso con la imbatible verdad de los desterrados y perdedores. La pregunta de doña Ana Ruiz (¿Cuándo llegamos a Sevilla, Antonio?) desorientada y enferma camino del exilio y la muerte de Colliure, produce tal escozor en el alma que resulta por sí sola la más dolorosa y desamparada expresión de la amargura del exilio.

Aquella oración final de Azaña: Paz (para vivir), Piedad (para olvidar) y Perdón, que sirvió para nada a los que tuvieron que huir  “de los pistoleros falangistas o la policía inmunda que viajaba a la Francia ocupada para acompañar a la Gestapo en sus cacerías contra los republicanos españoles”.

Amparada por la fortaleza de sus reflexiones, imbuida de una rotunda belleza expresiva (“en un país tan propenso a la amnesia como a la ignorancia”) la elegante valentía de Muñoz Molina me vacunó estos días contra la cobardía o la desidia en la que me iban confinando las dentelladas de periodismo tóxico.

Desde la ciudad cerrada del Robinson Urbano, tengo la mala suerte de pensar y escribir como Muñoz Molina. Sólo que lo pienso después de leerle y que él lo escribe “ligeramente” mejor. Iba yo a lucirme sobre/contra Pablo Iglesias arguyendo que es un tipo cuya especialidad política y universitaria parece ser la palabrería embaucadora, que debería ser más respetuoso con la palabra exilio y que más que una injusticia es una vileza comparar a los exiliados republicanos con esos señoritos supremacistas catalanes. A los dos días me lo encontré en El País a cinco columnas.  Entre la pura admiración y la maldita envidia.

Siempre he retratado a Muñoz Molina como un personaje de sí mismo. Faludy hablaba de un doctor al que encarcelaron dos veces en su vida: los nazis por esconder judíos y los comunistas por esconder monjas. El doctor era ateo. Doy en pensar que Muñoz Molina es de esa clase de ateos.

Gracias por envejecer con la misma literatura del compromiso con la que empezaste, sin una gota de odio; gracias con tus suaves palabras de acero sobre la verdad del exilio y la narrativa de la dignidad que otros están banalizando. Soy hija de uno de uno de esos cientos de miles de andaluces a los que la dictadura condenó a un exilio laboral de casi treinta años, un destierro despiadado en tierras frías e idiomas extraños. Hombres como troncos de olivos enfermos de la nostalgia de su familia y de su patria. Emigrantes como los que ahora criminalizan los canallas de Vox. Exilio es una palabra sagrada. Gracias por estas lágrimas.