No es fácil para un escéptico moderado como mi altocargo sobrevivir a la Semana Santa sin lesiones de pronóstico reservado en su cuerpo doctrinal. Téngase en cuenta que aunque se tomen las debidas precauciones, es técnicamente imposible evitar el contagio ambiental, siempre  a pique de diñarla por un empacho de torrijas y pregoneros almibarados de dolor mariano. Mezcla ciertamente letal.

Un año de no hace mucho casi lo consiguió. La técnica más eficiente es nada de prensa, nada de radio, nada de televisión, tal vez unas horas con los cuentos completos de Henry James (“no le creía capaz de la vulgaridad de los celos”), tal vez la relectura de la belleza en Albert Cohen (“la implacable degradación de los sentimientos”), muy recomendables para evitar capirotazos en la razón.

Pero ocurrió que siendo ya sábado que le dicen de gloria y dando por triunfal su método, pasamos por un pueblecito de noreste andaluz y de pronto un desfile y de pronto un vozarrón de “al cielo con ella” y de pronto un “menos pasos quiero”.  Por lo visto es imposible, imposible, murmuró con esa amargura que se le queda a uno en el cuerpo de la resignación.

Es imposible convencer a los alcaldes, sobre todo a los rojos, de que no mezclen la política con la religión y dejen de presidir peanas. El año pasado por estas fechas nos hicimos unas encuestas de las de verdad por ver si andábamos errados. Fue que no. Más del 62% de los andaluces estaban poco o nada de acuerdo con la participación de los políticos en los actos religiosos y sólo un 10% se mostraba muy a favor.  ¿Alguna consecuencia? Sí: que este año ha habido más políticos que nunca en las procesiones. 

Qué encuestas ni encuestas ni hostias. Avendaño el grande, en su moderado afán, recomienda a Casado&Rivera&Abascal que se las lean. Mi altocargo cree que se las han leído y que por eso mismo  (¿a quién coño le importa la verdad cuando estamos hablando de emoción y tradiciones?). Ya venimos sospechando que la verdad es un vicio antiespañol y todos los que no somos cofradieros ni novios de la muerte ni disfrutamos viendo morir a los toros ni lloramos con la bandera, digámoslo ya, sencillamente no somos españoles.

Era tarde de viernes santo, chiringuito al lado del mar, difícil que se colara una saeta. Mi altocargo charla con güisqui y con un tipo grandullón, inglés pasado por Pakistán y medio mundo, que habla el mismo español de los Monty Pithon sobre una larga vida de episodios inverosímiles. Fue novio de Benazir Bhuttho, dice que era bellísima, y ahora se entretiene con su propia biografía construyendo un enorme campo de cricket en el desierto de Almería y con el Brexit de por medio. Un relato que hubiera merecido más de una botella.

De manera inesperada aparecen en la conversación Hemingway, Orwell, Buenaventura Durruti, los surrealistas franceses y el pez soluble de André Bretón… Mi altocargo apura la tercera copa y siente algo próximo a la felicidad: ninguna marcha procesional en el aire, solo el mecido rumor de las olas. El guiri grandullón venir a decir que, después muchos años aquí, nada mejor que tener el clima, no gusta tanto santo y tanta virgen que no salen en biblia y, bueno, tú sabes, los franquistas, sus antepasados, sus nietos, los ricos de familia siguen ganando la guerra, son los propietarios de la finca España, tú sabes.

Digo si lo sé, dice que le dijo mi altocargo, con ademanes de (mucho) convencimiento.