El Tribunal Supremo ha hablado y ha dicho la verdad. No puede no decirla, en realidad. La máxima es bien conocida: en un Estado de derecho, el tribunal más alto no habla el último porque diga la verdad, sino que dice la verdad porque habla el último.

Dos magistradas progresistas han emitido un voto particular contra la opinión de sus tres compañeros de tribunal al considerar que el expresidente José Antonio Griñán y los ex altos cargos que no gestionaron el dinero de las ayudas sociolaborales no pudieron cometer malversación ni, por tanto, ser condenados a penas de prisión. Pero en todo lo demás el fallo de los cinco magistrados coincide básicamente con el de la Audiencia de Sevilla.

La verdad y las verdades

Al igual que el Estado tiene el monopolio de la violencia, el Supremo tiene el monopolio de la verdad, lo cual no significa que no haya gente ajena a la justicia que piense y diga cosas que, aun siendo contrarias a la verdad dictaminada por el alto tribunal, también sean verdaderas: pero las de esa gente son verdades de segundo orden, legítimas pero subalternas.

La verdad del Supremo equivale a la verdad de la Torá: el resto de verdades –propuestas por juristas, académicos, periodistas o meros ciudadanos– equivalen a los comentarios que rabinos y profanos hacen de los textos bíblicos.

La verdad en principio inamovible en el caso de los ERE es que 16 de los 19 condenados por la Audiencia de Sevilla también son culpables para el Tribunal Supremo, que envía a la cárcel a nueve de ellos por haber cometido malversación continuada. Al Partido Socialista solo le resta acatar la sentencia y jamás de los jamases hacer lo que hicieron con la sentencia del 11-M el Partido Popular y sus poco escrupulosos ‘pedrojotas’ y ‘fededicos’.

Jueces y tasadores

No obstante, la sentencia de 1.800 páginas de la Audiencia de Sevilla ahora confirmada casi en su integridad por el Tribunal Supremo recuerda a aquellos exhaustivos informes de tasación de activos inmobiliarios que solían hacer los bancos o las agencias de calificación en sus buenos tiempos, hacia 2009 o 2010, cuando concluían que tal promoción de viviendas o tal solar tenían un precio que ni de lejos avalaba el mercado, pues ningún comprador pagaría jamás lo que los expertos aseguraban, muy serios ellos, que valían tales propiedades.

La tasación, de apariencia impecable, se había confeccionado siguiendo los criterios profesionales más estrictos y ortodoxos, pero el precio fijado en ella estaba alejadísimo de la realidad, pues, como bien sabe el sentido común, lo que realmente vale un activo es lo que a uno le pagan por él, no lo que un tasador dice que se debe pagar. 

La sentencia de los ERE sostiene que los 19 ex altos cargos procesados cometieron prevaricación y nueve de ellos malversación, además de prevaricación. Aunque no falten juristas que la critiquen con buenos argumentos, lo cierto es que la sentencia ha sido decidida y redactada por profesionales de la justicia no menos pulcros y competentes que aquellos profesionales de la tasación que fijaban un precio fabuloso para activos que en realidad eran ruinosos.

Los sentidos y el sentido

La sentencia casa bien con la ley en todos los sentidos pero no así con el sentido común, dado que los hechos que los jueces dan por probados requerían la concertación más o menos explícita de decenas de funcionarios y de todos los condenados para delinquir 1) sin obtener lucro personal alguno, 2) sin esconderse y 3) expuestos a ser descubiertos en cualquier momento por la prensa o el Parlamento.

De la sentencia se desprende la existencia de una conspiración de todo punto inverosímil, circunstancia a su vez confirmada por el estupor de los procesados desde el momento mismo en que comprendieron que sus vidas, su honor y sus haciendas iban camino del banquillo.

La mayoría de los condenados, si no todos, jamás fueron conscientes de estar delinquiendo, pues solo cabe prevaricar sabiendo que se prevarica y solo cabe malversar sabiendo que se malversa o que se permite a alguien hacerlo; algunos de ellos pudieron pensar que no hicieron las cosas reglamentariamente, pero nunca que deliberadamente estaban tomando decisiones que podían llevarlos a la cárcel. En muchos sentidos, su mayor delito fue la relajación, no la corrupción.

La varita mágica

En el Partido Socialista solo hablan de la honorabilidad de Chaves y Griñán, pero en realidad deberían hablar de la de los 19, porque ninguno de ellos robó ni se lucró. En realidad, el PSOE, salvo hacerse el muerto, nunca supo muy bien qué diablos decir desde que estalló el caso. Su silencio ya era una condena, la primera condena; luego vendrían las otras: la condena mediática, la política, la económica, la social y finalmente la judicial.

No todo pero sí el grueso de los 680 millones malversados según la justicia fueron a parar a los bolsillos de más de 6.000 trabajadores de grandes sectores o empresas en crisis. Pero también es cierto, como afirma no sin razón la sentencia, que pudo haber muchos más beneficiarios que no lo fueron porque desconocían la existencia de tales ayudas. 

Quienes hacia el año 2000 idearon o consintieron el atajo administrativo para conceder con agilidad las ayudas pudieron pensar, ciertamente, que habían dado con la varita mágica de la eficacia sin caer por ello en las tinieblas de la ilegalidad.

Lo cierto, sin embargo, es que aquel atajo administrativo en un principio inocente sirvió de palanca y coartada a una discrecionalidad política que a la postre derivaría en arbitrariedades, picarescas, clientelismos y en algún caso conductas directamente criminales.

Un caso singular

La singularidad de la mayoría de los condenados en el caso de los ERE es que están íntima y rotundamente convencidos de ser inocentes. Por eso su tipificación como caso de corrupción, aun siendo políticamente legítima, no se ajusta del todo a la realidad.

Los Correas, los Bárcenas, los Zaplanas o las numerosas ‘ranas’ de la charca madrileña de Esperanza Aguirre sí se saben culpables: son corruptos y sinvergüenzas en sentido estricto porque se dedicaron en cuerpo y alma a saquear las arcas públicas para engordar su cuenta corriente y la de su partido; los condenados de los ERE serán a estas alturas conscientes, si acaso, de haberse equivocado, pero no de haber robado porque ni lo hicieron ni permitieron consciente y deliberadamente que otros lo hicieran. 

Chaves, Griñán, Vallejo, Aguayo, Álvarez, Zarrías, Lozano… en su fuero interno se saben personas honorables, pero también saben demasiado bien que la honorabilidad, ay, solo opera como tal si los demás así la reconocen en la plaza pública. La sentencia inapelable del Supremo hace imposible tal reconocimiento.