Cuando la justicia le hace el trabajo a la política, ella misma se convierte en política, y no por mala fe de los jueces sino porque en la sentencia que dicha justicia dicte tendrán un papel fatalmente decisivo las emociones, que son inseparables de la política. Un juez con inclinaciones políticas conservadoras tenderá a ver al expresidente socialista andaluz José Antonio Griñán Griñán culpable de malversación y merecedor de una fuerte pena de cárcel, mientras que uno con inclinaciones progresistas tenderá a considerarlo inocente. Ambos creerán ser imparciales pero no lo son, no pueden serlo.

La causa de los ERE ha sido –junto a la del 'procés' aunque por distintas razones–, el caso más importante en que la justicia ha juzgado a la política, y cuando tal cosa sucede, la justicia hace política, y no porque quiera hacerla sino porque no puede no hacerla

Por definición, las opiniones políticas son legítimas… pero son parciales; las sentencias judiciales están sometidas, en cambio, al mandato de la imparcialidad: un mandato que no pueden cumplir cuando juzgan hechos políticos. ¿Por qué? Porque a la política le está vedada la imparcialidad: un ciudadano tiene todo el derecho a juzgar la gestión de Pedro Sánchez poniendo el énfasis en el aumento del SMI, el Ingreso Mínimo Vital o la reforma laboral, pero el ciudadano de enfrente tiene el mismo derecho a juzgar a este Gobierno poniendo el acento en sus socios contrarios al Estado, en el fuerte incremento de la deuda pública o en el volantazo sobre el Sáhara. Un tribunal jamás podría determinar cuál de los dos ciudadanos tiene razón.

¿Pero tan simplones son los jueces de todo un Tribunal Supremo como para comportarse como el menos sofisticado de los votantes?, se preguntará un lector improbablemente ecuánime. Por supuesto que no: lo único que sucede es que la sentencia de los ERE juzga sobre todo -aunque no solo- unos determinados actos políticos mucho más que unas concretas conductas penales. La concesión por el director general de Trabajo Javier Guerrero de dos ayudas de casi un millón de euros a empresas fantasmas de su chófer es un hecho penal; la inclusión de importantes partidas en una ley de presupuestos para pagar ayudas sociolaborales a prejubilados de empresas en crisis es un hecho político.

Si, además, la inmensa mayoría de tales ayudas fueron a parar a trabajadores que cumplían los requisitos para ser beneficiarios de las mismas, y por eso siguieron recibiéndolas después de iniciarse las diligencias judiciales, es innegable que, más allá de que el procedimiento fuera inadecuado según la Intervención e ilegal según la justicia, lo que realmente se ha juzgado en el caso de los ERE son decisiones políticas, no penales.

Tras la sentencia del Supremo, la estación término de este larguísimo viacrucis es el Tribunal Constitucional, hoy con mayoría conservadora por la negativa del Partido Popular a facilitar la renovación del mismo. En principio, aunque no es seguro, será a ese tribunal de 7 conservadores frente a 5 progresistas al que le lleguen los recursos que presentarán los condenados de los ERE cuando se conozca la sentencia de 3 -conservadores- frente a 2 -progresistas- del Tribunal Supremo.

Con la actual composición del TC, la causa de los condenados a penas de cárcel está condenada al fracaso. Sin embargo, el presidente Pedro Sánchez se ha comprometido a designar en septiembre a los dos magistrados del TC que le corresponden. La reforma exprés aprobada en julio avala tal designación gubernamental, que deberá complementarse con el nombramiento de dos candidatos propuestos por el Consejo General del Poder Judicial, cuya renovación a su vez está bloqueada por el Partido Popular. Obviamente, el PP seguirá haciendo todo lo posible para que la composición del TC no cambie. El caso ERE es otra razón más, y no menor, para presistir en esa estrategia ventajista que tan buenos resultados le ha venido dando.