Hay empresarios que invierten en el sector del ladrillo, de las impresoras 3D o del olivar mecanizado y empresarios que invierten en políticos.

No se sabe con certeza que si Kike Sarasola es de estos últimos de forma continua y sin interrupción, pero sí está confirmado que al menos en dos ocasiones ha invertido en políticos cediéndoles gratis a dos de ellos un par de casoplones en el centro de Madrid.

El periodista valenciano Javier Andrés ha sintetizado con sorna en Facebook el modus operandi del rey de los rayos uva: ‘Con Kike Sarasola, la vivienda se paga sola’.

La prueba del algodón

Los beneficiarios del plan de inversión de Sarasola en el mercado de futuros de la política española han sido, que se sepa, Albert Rivera e Isabel Díaz Ayuso: al primero le prestó gratis durante dos años un casutón valorado dos millones de euros y a la segunda, también sin contrato de por medio, la tiene alojada como supuesta inquilina por 80 supuestos euros la noche en un par de no supuestos sino reales apartamentos de lujo junto al Palacio Real.

Los tres proclaman no haber hecho trampas, pero es mentira, sí que las hacen: en política, hacer trampas consiste en tomar una decisión, adoptar un compromiso o practicar una conducta que jamás superarían la prueba de la publicidad, y por eso se toman, se adoptan o se practican a espaldas del público.

Rivera jamás podría haber alcanzado los 57 diputados que logro el 28-A si sus electores hubieran tenido la ocasión de imaginarlo vistiendo una camiseta con el lema ‘Con Kike Sarasola, la vivienda se paga sola’.

Anticipos a cuenta

El caso de Sarasola da para una reflexión que vaya un poco más allá del propio caso, indignante para los pringados pero insignificante y hasta divertido para la Gente del Gran Dinero, que suele trabajar con otros parámetros empresariales. Resumiendo mucho: invertir en políticos, que es lo que hace Kike, no es lo mismo que invertir en política, que es lo que hacen los grandes.

Un ejemplo: en todo el orbe democrático, los bancos invierten su dinero en política cuando hacen, pongamos por caso, importantes préstamos a los partidos y al cabo de los años se los perdonan; nadie se escandaliza.

Prestamista y prestatario saben que ese préstamo no es tal, sino más bien una transferencia de capital, un anticipo a cuenta, una inversión a medio plazo que el banco recuperará con sigilosas plusvalías que no escandalizarán a nadie porque las cobrará no en euros, sino en decretos, en reglamentos, en exenciones, en tolerancia fiscal.

Las cobrará en legislación bancaria o en conseguir que el Estado simule que la prosperidad y pervivencia de los paraísos fiscales son posibles SIN la connivencia directa de la banca donde cobramos nuestra nómina o tenemos nuestro plan de pensiones y que es la misma banca que en estos días de pandemia inunda los medios con zalameras campañas publicitarias capaces de subirle el azúcar al socialcomunista más bregado.

Un poco de calderilla

Si, como tantas investigaciones académicas y periodísticas (véase ‘La riqueza oculta de las naciones', de Gabriel Zucman. Alianza Editorial, 2014) han demostrado, consideramos que la denominada ‘banca offshore’ es la mayor y más sofisticada red de saqueo y delincuencia fiscal de todos los tiempos, los obsequios del casero Sarasola a un puñado de políticos de derechas son apenas calderilla.

Pero si es calderilla, ¿por qué nos indigna y emociona tanto? ¿Por qué la consideramos políticamente tan valiosa? Pues porque es la calderilla cuyo descubrimiento público apacigua pasajeramente nuestro rencor y nos reconcilia por unos días con las mayúsculas que tanto hemos amado: nos reconcilia con el Periodismo, con la Democracia, con la Verdad. No seremos tan idiotas, je je, si hemos logrado pillar a dos políticos y un empresario con las manos en la masa, ¿verdad?

Sarasola, Rivera y Ayuso, como los propios periodistas que han aireado su juego con cartas marcadas, puede que se crean muy listos –unos por hacer trampas y los otros por descubrirlas– pero, desde el punto de vista del Gran Dinero, son unos pringados: reyes de la calderilla, príncipes de las cuatro perras.

Fenomenología del pringado

¿Qué que es un pringado? Pues es un tipo al que han convencido de que regresar a los tipos fiscales de las décadas doradas de las posguerra mundial o suprimir el impuesto de sucesiones, donaciones o patrimonio le beneficia aunque no él no tenga patrimonio y, como mucho, vaya a heredar con sus hermanos el piso de 90 metros de su madre.

Un pringado es un tipo al que le han hecho creer que los paraísos fiscales son cosa de unos pocos narcos con las manos manchadas de sangre; es alguien, en fin, que, aun habiendo comprobado personalmente que la sanidad pública lleva años empeorando a ojos vistas porque los ingresos del Estado no dan para financiarla, no por eso deja de votar en cada elección a políticos que prometen bajar los impuestos, ni deja de aplaudir cada domingo desde la grada a delincuentes fiscales que siempre que pueden estafan a ese mismo Estado al que no le llega el dinero para sostener un sistema de bienestar público decente cuyo primer beneficiario es el tipo que aplaude.

¿Significa todo ello que haber desvelado el trasiego de regalos inmobiliarios de Sarasola, Rivera y Ayuso es irrelevante? En absoluto. ¿Significa que el Gran Dinero nos tiene secretamente engañados y astuta y profusamente entretenidos para que prestemos atención a lo anecdótico y no nos fijemos en lo importante? No.

Más allá de Sarasola

No hay tal plan secreto diseñado desde las alturas para engañar a los pringados: en realidad, nos bastamos y sobramos a nosotros mismos para engañarnos sin ayuda de nadie.

¿Entonces? Pues que tenemos que ir un poco más allá, porque si no lo hacemos estamos perdidos: perdidos nosotros, nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos, si es que su mísero sueldo les da para tener hijos y alquilarse con su pareja una casa decente donde criarlos.

Nuestro problema es que, con todo lo listos que somos, ni siquiera hemos logrado que se produzca un debate serio sobre la fiscalidad no ya de los ricos, sino de los que tienen unos ingresos más holgados.

Entre los 70 y los 80, las derechas ganaron la batalla cultural sobre los impuestos y nadie ha conseguido desde entonces apearlas de su victoria: no solo han logrado convencer a los pobres de que pagar pocos impuestos es bueno para ellos, sino que además el mundo del dinero se ha organizado de tal modo y blindado con tales leyes e instituciones globales que la soberanía fiscal de los Estados, su margen efectivo para reequilibrar el sistema impositivo, es una quimera.

¡Que viene el comunismo!

Cuando Podemos sugiere subir los impuestos a los ricos su propuesta apenas es tomada en serio: la derecha o bien se la toma a chufla o bien saca sus cacerolas como tambores anunciando la llegada del comunismo, mientras que el Partido Socialista ni siquiera se para a un instante reflexionar sobre el asunto.

Puede, en efecto, que la idea morada no sea viable porque está muy poco trabajada técnicamente, pero el problema de fondo no es ese: tampoco hoy por hoy es viable un avión que vuele con energía solar, pero no por ello la gente se burla de que las grandes corporaciones aeronáuticas dediquen millones de euros, dólares o yuanes a investigar para hacerlo realidad.

Nadie discute si es bueno construir un avión solar, pero pocos admiten que el Dinero Grande y Mediano tiene aportar mucho más de lo que aporta, sobre todo ahora que el coronavirus ha dejado exhaustas las arcas del Estado.

No es, pues, una cuestión técnica, sino política, es decir, cultural y mientras no se gane la batalla cultural el debate técnico seguirá pareciédonos el único democrático, razonable y verdadero.

Arrancaba Albert Camus su libro ‘El mito de Sísifo’ con esta célebre afirmación: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio y es el suicidio". Pues bien, no hay más que un problema político verdaderamente serio y son los impuestos. Los Sarasola, los Rivera y los Ayuso no son un capítulo del gran libro de nuestro tiempo: son apenas una nota a pie de página.