A Pedro Sánchez le ha ocurrido lo que a Gila: que lo han fusilado mal. Por eso es tal que un muerto viviente. El Partido Socialista tiene una larga experiencia en designar y mantener secretarios generales que son muertos vivientes. Joaquín Almunia fue el primero de ellos. Alfredo Pérez Rubalcaba fue el segundo. Y Pedro Sánchez ha sido el tercero. Veremos quién será el siguiente.

Por lo demás, era obvio, sí, que Susana Díaz no quería a Sánchez a pesar de haberlo puesto ella de secretario general: pero lo que ha convertido en determinante el desamor de Díaz es que tampoco el electorado quería a Sánchez.

Aunque por diferentes razones, Pedro Sánchez es un muerto viviente como lo fueron Almunia y Rubalcaba, muy particularmente este último, que anduvo dos años y medio paseando su inteligente cadáver por toda España hasta que los resultados de las elecciones europeas lo convencieron de que había llegado la hora del tantas veces postergado entierro.

Ya en diciembre pasado, la pregunta periodística por antonomasia era ésta: ¿cuánto tiempo tardaría el Partido Socialista en fusilar y enterrar a Sánchez? ¿Cuándo advertirían el propio Pedro y los suyos que un comandante en jefe que no tiene la confianza de su estado mayor, pero tampoco el apoyo de la tropa ni las simpatías del pueblo soberano, no es la persona adecuada para ese cargo? Los socialistas, sin embargo, volvieron a cometer el mismo error ya cometido con Rubalcaba: mantener durante largos meses en el puesto a un secretario general en el que no creían. Casi un año han tardado en fusilar (mal) y enterrar (peor) al pobre Sánchez, cuya lejana vocecita de ultratumba se oye todavía de cuando en cuando en la selva de Twitter: ‘Estoy aquíiiiiii, estoy aquíiiiiii…’

Como ocurría con Rubalcaba, la sustitución de Sánchez era condición necesaria –aunque no suficiente– para la recuperación del PSOE. Naturalmente, para esa recuperación se necesitará algo más, mucho más, muchísimo más que cambiar de general. Después de fusilarlo bien y enterrarlo debidamente, vendrá lo principal: restaurar la moral de la tropa y lograr que ésta recupere la fe en la victoria, pues sin esa fe un ejército es lo que es: polvo, sombra, niebla, nada.