Apenas conocidos los resultados de los sondeos hechos a pie de urna en los colegios electorales austriacos con motivo de la repetición de la segunda vuelta de los comicios presidenciales de aquel país, cuando ya era evidente que el ecologista, progresista y europeísta Alexander Van der Bellen había vencido con rotundidad al candidato de la ultraderecha racista, xenófoba y antieuropeísta, Norbert Hofer, recibí un mensaje reenviado por una buena amiga: “Respiramos porque un nazi saca el 46% en un país sin paro, baja desigualdad y Estado del bienestar razonable. Cada vez nos conformamos con menos”.

Mi amiga, una mujer muy curtida ya, desde el antifranquismo de su juventud hasta su situación actual de jubilada hiperactiva, en todo tipo de luchas universitarias, políticas, sindicales, sociales, feministas y culturales, me reenvió aquel breve y contundente mensaje sin saber hasta qué punto iba a impactar.

Aquel mensaje, recibido cuando en casa apenas habíamos conocido el triunfo de Van der Bellen y estábamos festejándolo, de repente me hizo tomar conciencia de hasta qué punto hemos llegado a asimilar como un fenómeno normal la creciente irrupción, especialmente en Europa pero de algún modo también en el resto de nuestro actual mundo globalizado, de unas fuerzas políticas que, ahora bajo el disfraz del nacionalismo populista, no son más que simples copias más o menos edulcoradas del movimiento nazi y fascista que tanta muerte y dolor provocó hace aún menos de un siglo.

Parece que no aprendimos nada de aquella trágica lección histórica. Una lección que tuvo también su contraparte, en aquellos mismos años e incluso mucho más allá, en la barbarie criminal del stalinismo, en gran parte basada también en argumentaciones ultranacionalistas, xenófobas y racistas.

El conjunto de las formaciones inequívocamente democráticas, y de una manera muy especial aquellas fuerzas europeas que se definen como progresistas y de izquierdas, han renunciado al combate ideológico y cultural. Han aceptado con resignación el discurso cultural dominante de la banalización de la política reconvertida en algo así como un producto comercial más, han renunciado a la definición y defensa permanente de sus propias alternativas no solo económicas, políticas y sociales, sino también ideológicas y culturales.

Han actuado, y por desgracia parecen seguir haciéndolo, como si se hubieran resignado a asumir las reaccionarias tesis de “El fin de la ideología” –teorizado con este título por el sociólogo estadounidense Daniel Bell en 1960 e importado a España por el franquista Gonzalo Fernández de la Mora en 1965 como “El crepúsculo de las ideologías”. Aquellas tesis fueron recogidas y ampliadas en 1992, esto es después del hundimiento de la Unión Soviéticas y de las restantes dictaduras comunistas europeas, por el politólogo estadounidense Francis Fukuyama en “El fin de la Historia y el último hombre”, con la consiguiente imposición del pensamiento único que venía a garantizar la continuidad perpetua de las democracias liberales.

Los hechos demuestran que se trataba de otras postverdades o contrarrealidades, tan en boga ahora. No tenemos nada garantizado. Las amenazas a la democracia siguen estando ahí, en ocasiones agazapadas, a veces mucho más visibles, como ha sucedido de nuevo en Austria. Como ha ocurrido ya en Estados Unidos y en Hungría. Como puede suceder en breve en otros países europeos como Francia e Italia, Holanda o Alemania…

“Cada vez nos conformamos con menos”, terminaba el mensaje que me reenvió mi amiga. Mucho me temo que, de seguir así, pronto ya no tendremos nada con que conformarnos. Pero entonces será tarde para recuperar lo mucho que hemos perdido y seguimos perdiendo.