El correcto ritmo productivo de los cultivos exige que la lluvia acompañe al calendario agrícola. El agua ampara los procesos de la siembra, germinación y crecimiento de la planta, que se ralentizan sin su presencia, afectando de manera importante a otras fases como la fructificación y maduración, donde un exceso de agua puede llegar a ser perjudicial y malbaratar las cosechas. No se trata tan solo de que llueva, sino de que lo haga cuando toca y en las cantidades necesarias para poder atender las necesidades de las plantas. Por eso la llegada tardía de estas borrascas no calma la sed del campo, una sed que amenaza con hacerse crónica y poner en riesgo la producción de alimentos. 

Porque la relación entre agua y alimentación es mucho más estrecha de la que nos llegamos a imaginar, el papel que la agricultura juega en la gestión del agua es determinante. No en vano el 75 % del total de agua que se consume en España se destina a usos agrícolas, de ahí que debamos centrar los esfuerzos en razonar su consumo en el campo, donde la eficiencia es la gran asignatura pendiente.

Actualmente más del 60% del agua destinada al cultivo de alimentos se pierde por las deficientes redes de distribución. En opinión de los especialistas esta circunstancia exige un plan de actuación específica centrada en la conducción y canalización del agua, principal foco de derroche. Las técnicas obsoletas de regadío, muchas de las cuales siguen aprovechando infraestructuras de hace siglos, el riego a manta proveniente de acequias abiertas en la tierra, o la irrigación a pleno sol, son algunos ejemplos de malos hábitos agrícolas que motivan ese malgasto.

Esta circunstancia se une a la perversión de un modelo agrícola del todo ilógico, con grandes extensiones de regadío destinadas al monocultivo intensivo ubicadas en zonas afectadas por procesos de desertificación, donde la ausencia de lluvias ha provocado la erosión de los suelos y la modificación del paisaje. En España actualmente la desertificación afecta de manera irreversible al 5 % del territorio, un 20 % por ciento padece procesos de erosión media y casi un 25 % sufre una erosión grave, siendo las comunidades más afectadas Andalucía, Murcia, Comunidad Valenciana, Castilla-La Mancha y Aragón.

Junto a esta circunstancia, cabe destacar que la superficie de regadío, que ocupa tan solo el 13 % del área cultivada, ofrece como rendimiento el 70% de la producción agrícola del país. Tal vez en este contundente dato resida el punto de enfoque necesario para analizar el problema del agua en España. No en vano el mantenimiento de los cultivos intensivos de regadío supone una demanda anual de casi 25.000 Hm3 de agua: casi tres cuartas partes del uso total de agua del país.

Analizados estos datos, la solución al problema del agua, que también pasa por una mejora en el uso y gestión de este recurso que hagan los ciudadanos y por el ahorro en casa, debe reclamar una participación mucho más activa de los agricultores, muy concretamente de las comunidades de regantes: auténticos protagonistas de la gestión del agua en España. Porque lo que parece cada vez más evidente es que los peores pronósticos del cambio climático se van a cumplir y en este país cada vez va a llover menos y de peor manera.