La semana pasada en una localidad de Tenerife dos mujeres casadas por lo civil quisieron bautizar a su hija de 15 meses, cuando el cura que iba a realizar el sortilegio se les acercó al banco en el que estaban y le dijo a una de ellas: "Tú no puedes subir al altar porque no eres la madre biológica del niño".

El artículo 2357 del “Catecismo de la Iglesia Católica” es claro y contundente cuando al tratar de los homosexuales establece que “la Sagrada Escritura los presenta como depravaciones graves (…) que “la Tradición ha declarado siempre que los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados y contrarios a la ley natural” que “cierran el acto sexual al don de la vida, que no proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual” y que, consecuentemente, “no pueden recibir aprobación en ningún caso”.

Teniendo en cuenta lo que determina el Catecismo católico ¿dónde está la noticia? ¿No es natural, sensato, razonable y coherente que un sacerdote niegue el protagonismo en un sacramento como el del Bautismo por el que se “accede a ser miembro de Cristo” -artículo 1213 del mismo Catecismo- a una persona que mantiene una relación depravada y desordenada, a alguien que lleva una vida gravemente pecaminosa de forma notoria, es decir, a quien infringe de manera permanente y flagrante las leyes de una Iglesia de la que hace befa públicamente? No en balde esa fue la justificación del reverendo: "Tú no puedes subir al altar porque no eres la madre biológica del niño".

Resulta, no obstante, fuera de toda sensatez que aquellas personas que están muy alejadas del pensamiento católico -y recalco lo de católico-, se empeñen en participar en sus rituales a cualquier precio. La Iglesia es como es, y es tan absurdo que un activista antitaurino quiera pertenecer a una peña taurina como que una lesbiana, que es demonizada por aquella Institución, pretenda beneficiarse de sus sacramentos.

Lesbianas y gais, partidarios del divorcio, de la interrupción del embarazo, del matrimonio entre homosexuales, de la igualdad entre hombres y mujeres, de la utilización del preservativo, de la manipulación embrionaria para salvar vidas humanas o de la investigación con células madre, que las creencias religiosas que podáis profesar no os hagan cómplices de una Institución como la Iglesia Católica -o cualquier otra de similar catadura- que condena vuestras propias convicciones éticas, políticas e ideológicas.

Cuando lo pienso fríamente, trato de convencerme de que no merece la pena dedicarle tanta atención a lo que puedan decir o hacer unas personas que están ancladas –por activa o por pasiva- en el pleistoceno. Pero una vez que estoy ya casi convencido, unas simples imágenes me disuaden y decido hacer lo contrario de lo que llevaba pensado.

En este caso, las imágenes son las del Papa Francisco siendo recibido con los más altos honores por todos los jefes de Estado de los países supuestamente civilizados. El reconocimiento que tiene esta Institución en estos países y, particularmente, a quien se hace llamar representante de dios en la Tierra, están contribuyendo a la perpetuación de todo aquello que realmente sí representa; el sometimiento al dogma, el culto a la irracionalidad, el desprecio por las formas democráticas y el freno a los avances sociales y científicos. Si estas ideas siguen teniendo eco entre una parte nada despreciable de la sociedad, que así sea porque están en su derecho, pero que no se les dé carta de naturaleza ni privilegie desde las instancias públicas.

Los Estados de los países avanzados del mundo deberían emanciparse definitivamente de las religiones y acordar líneas de actuación comunes frente a aquellos modelos de creencias dogmáticas, absurdas y anacrónicas que todavía sobreviven y, de esta forma, relegar al ámbito estrictamente privado a las instituciones cuyo protagonismo público es incompatible con un pensamiento moderno y desprovisto de atavismos ancestrales y de disparatadas supercherías.