Probablemente sea inevitable analizar Calle Cloverfield 10 desde el punto de vista de su productor J. J. Abrams, director de títulos como Star Wars: el despertar de la fuerza (2015), Star Trek: En la oscuridad (2013) o Super 8 (2011), por la sencilla razón de que, conociendo sus películas, la primera sensación que emana durante su visionado es que su mano esta muy presente en la concepción del que es el primer largometraje de Dan Trachtenberg. En un espíritu similar a los modos y las formas de veteranos nombres como Steven Spielberg quienes, más allá de la dirección, acaban creando una factoría marcada con su muy particular sello personal.

Porque si hay un aspecto que une a Abrams y a Spielberg es su voluntad de aunar en su obra dos conceptos, en apariencia antagónicos, como el de cine de autor con la producción comercial, porque el propio Spielberg, a su manera, ha concebido una obra muy personal, aunque esta navegue por los cánones que dicta la gran industria y de la que él mismo es uno de sus adalides. Solo que la política de la factoría, por denominarlo de alguna manera, acaba teniendo sus pros y sus contras, porque la personalidad del que mece la cuna se acaba reflejando en el producto, como también lo acaba impregnando con sus virtudes y sus defectos. Y Calle Cloverfield 10 es, encierta manera, un film marca de la casa Abrams.

Pero más allá de estas cuestiones, Calle Cloverfield 10 es de esos films que parten de unas premisas sugerentes, que crecen según va avanzando su historia, en parte por sus inesperados giros narrativos, y a pesar de que haya algunos elementos de guión de dudosa credibilidad, pero que al final, por las expectativas que ha ido generando durante su transcurso, acaban desinflándose.

Sin desvelar las claves de su historia, la película del debutante Trachtenberg gira en torno al miedo, el de alguien, la joven Michelle (Mary Elizabeth Winstead) que sufre un enclaustramiento sentimental que, huyendo de aquel desesperadamente hacia ninguna parte, se ve forzada a sufrir otro enclaustramiento, pero esta vez físico, en un reducido espacio bajo tierra junto con un hombre maduro, Howard (John Goodman), y otro más joven, Emmett (John Gallagher Jr.). Un miedo que deriva en paranoia colectiva, una sensación familiar para un país como los Estados Unidos, y que aquí, el personaje de Howard vendría a ser una metáfora de la misma. No solo es quien ha construido el refugio, sino que lo ha equipado con todo tipo de comodidades entre las que no falta una televisión y una jukebox, además de un almacén provisto con víveres para sobrevivir durante un largo tiempo.

Y es ahí, en medio de esa claustrofóbica situación donde reside una de las virtudes del film, en parte también por la excelente labor interpretativa, donde la incertidumbre y el miedo van sembrando la duda, donde a medida que van saliendo a la luz nuevos detalles va variando la confianza, o la desconfianza, entre unos y otros, donde incluso lo que parece que puede ser, acabará siendo de otro modo. Y no sólo es el “miedo interior”, y el “miedo en el interior”, es también el del exterior, porque en realidad, los tres seres vienen a ser una representación alegórica de una sociedad aún muy marcada por los atentados del 11 de septiembre de 2001, aunque después su trama acabe desembocando en los territorios del blockbuster.