No quería saber su nombre ni leer una entrevista personal sobre sus razones, sólo quería saber de qué huían. Quería saber cómo de grande era su misería para venir a un país en el que ha crecido exponencialmente la pobreza infantil, el número de hogares sin ingresos y del que los más preparados no paran de salir. Quería conocer cómo siguen sus familias, esperando sólo buenas noticias procedentes de Europa.
Quería mirar a esa realidad a la que nos asomamos desde el Norte sólo de refilón cuando nos salpica un poquito, con sus estados fallidos – como los asaltos de piratas somalíes a los barcos pesqueros- o con sus epidemias. El ébola no ha hecho más que mostrar la hipocresía de nuestras conciencias. En marzo ya se alertó del brote de esta enfermedad – para la que no hay cura básicamente porque no se ha investigado al no afectar a ningún país ‘desarrollado’-, y no ha sido hasta que se han infectado estadounidenses o españoles cuando los medios han hablado de ella. El ébola se ha llebado la vida de mil personas, pero la malaria mata cada año entre 700.000 y 3 millones de personas y su vacuna cuesta 40 euros el tratamiento completo.
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