Esta semana están saliendo muchas noticias sobre pateras y embarcaciones que están llegando a las costas españolas procedentes de África aprovechando el buen tiempo y el mar en calma en el Estrecho. No son nuevas e incluso sospecho que tienen la misma estructura y solo cambian los datos, como la fecha, el número de ocupantes de las barcazas o el destacamento de Salvamento marino que los rescató. Pero hoy he querido saber de qué paises procedían, cuales eran sus características – más allá de saber cuántos eran menores o si entre las mujeres había embarazadas- y no he sido capaz.

No quería saber su nombre ni leer una entrevista personal sobre sus razones, sólo quería saber de qué huían. Quería saber cómo de grande era su misería para venir a un país en el que ha crecido exponencialmente la pobreza infantil, el número de hogares sin ingresos y del que los más preparados no paran de salir. Quería conocer cómo siguen sus familias, esperando sólo buenas noticias procedentes de Europa.

Quería mirar a esa realidad a la que nos asomamos desde el Norte sólo de refilón cuando nos salpica un poquito, con sus estados fallidos – como los asaltos de piratas somalíes a los barcos pesqueros- o con sus epidemias. El ébola no ha hecho más que mostrar la hipocresía de nuestras conciencias. En marzo ya se alertó del brote de esta enfermedad – para la que no hay cura básicamente porque no se ha investigado al no afectar a ningún país ‘desarrollado’-, y no ha sido hasta que se han infectado estadounidenses o españoles cuando los medios han hablado de ella. El ébola se ha llebado la vida de mil personas, pero la malaria mata cada año entre 700.000 y 3 millones de personas y su vacuna cuesta 40 euros el tratamiento completo.

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