Esta España nuestra es una fuente inagotable de novedades que con el tiempo terminarán convirtiéndose en tópicos. Tenemos una capacidad innata para reinventarnos, no caer en la rutina y dar siempre algo más, en todas las facetas de la vida, que nos convierte en diferentes al resto de nuestros colegas europeos, y del mundo. Porque, en qué otro país, por ejemplo, la gente estaría tan aburrida del fútbol que terminaría por discutir con los aficionados de su propio equipo y no con los del rival. Cuesta mucho ver estadios en otros rincones del planeta en los que se aplauda y se pite a partes iguales… la alineación local. El Santiago Bernabeu es testigo.

Esta forma de hacer política futbolística ha sido estrujada hasta sus límites por José Mourinho, y aprovechada de forma singular por Josep Guardiola. El primero, con el clásico conmigo o contra mí, ha provocado una herida en la hinchada blanca que todavía no ha cicatrizado, y tardará en hacerlo. Solo había que ver a aficionados merengues frente al televisor durante la última Copa Confederaciones celebrada en Brasil, esperando que Iker Casillas tuviese un clamoroso fallo que le diese el paso a la final a Italia. Nosotros, españoles hasta la médula humillados por la Italia del catenaccio desde tiempos inmemoriales - Tassotti, no olvidamos-, hemos pasado a ser los nuevos ricos del fútbol, y por tanto ya nos permitimos llevar nuestras miserias de casa hasta la propia selección nacional. Que falle Casillas, aunque gane Italia. Y ni siquiera lo consideran un sacrilegio. Pobre Iker, el santo, ídolo de las más jóvenes con fotografías y camisetas colgando de tantas habitaciones, y con sus padres llorando de alegría mientras levantaba trofeos con la elástica nacional... arrastrado a los infiernos por esta nueva modalidad de afición. Para muchos ya no hay clubes ni colores, solo entrenadores y traidores.

Desconozco cuantos aficionados del Real Madrid buscan en estos momentos la forma de hacerse socios del Chelsea a través de Internet, o si Mourinho se acordará de ellos algún día, cuando se cruce en una eliminatoria de Champions League con los de Chamartín. No tengo ni la más remota idea de cuántos en Barcelona se habrán comprado la camiseta del Bayern de Munich (la de Thiago Alcántara, para ser exactos). Creo que se equivocan tanto los unos como los otros. Pasan los entrenadores, mucho antes que los jugadores, y también se van los presidentes. Al final, solo quedan los colores y las esencias que han hecho de los clubes centenarios lo que son hoy día en el mundo del deporte. Esos escudos son la suma de los esfuerzos de muchos, y nadie puede apropiarse del sudor de décadas aunque haya ganado tres títulos en tres años, o catorce en cuatro. No sé lo que es ser Mouriñista o Guardiolista. No tengo ni idea de lo que aguantará Tito Vilanova en el banquillo del F.C Barcelona. Ahora, al menos tengo una cosa clara: si el Real Madrid le metiese cinco o seis goles al Barça, ya podría estar sentado en el banquillo el mismísimo Gandhi, que este que firma pediría su cabeza en una bandeja. Y la de Iker Casillas también, por si acaso.

Ion Antolín Llorente es periodista y blogger
En Twitter @ionantolin