Mientras la Capilla Sixtina se prepara para recibir a los cardenales en un nuevo cónclave este 7 de mayo, es inevitable recordar aquel 13 de marzo de 2013, cuando Jorge Mario Bergoglio fue elegido como papa Francisco, el primer pontífice latinoamericano y jesuita, marcando un cambio significativo en la historia de la Iglesia.
El cónclave de 2013 se convocó tras la renuncia de Benedicto XVI, un hecho inédito en siglos que dejó a la Iglesia en una encrucijada institucional. Participaron 115 cardenales electores, quienes, tras cinco votaciones en dos días, alcanzaron el consenso necesario para elegir al arzobispo de Buenos Aires. Aunque no figuraba entre los favoritos, su nombre fue ganando fuerza gracias al respaldo de cardenales de América Latina, Asia y el mundo anglosajón, así como por la falta de consenso entre los italianos.
El momento de la elección fue emotivo. Cuando se le preguntó si aceptaba, Bergoglio respondió: "Aunque soy un gran pecador, confío en la misericordia y paciencia de Dios, en el sufrimiento, acepto”. Eligió el nombre de Francisco en honor a san Francisco de Asís, simbolizando su deseo de una Iglesia humilde y cercana a los pobres. Su primera aparición pública fue sencilla: vestido con la sotana blanca, sin la tradicional capa roja, saludó con un simple "Buonasera" y pidió a los fieles que rezaran por él antes de impartir la bendición Urbi et Orbi.
Aunque soy un gran pecador, confío en la misericordia y paciencia de Dios, en el sufrimiento, acepto
Ahora, doce años después de aquel histórico 13 de marzo de 2013, la Iglesia católica se enfrenta a un nuevo momento decisivo con la convocatoria de un cónclave tras el fallecimiento del papa Francisco, ocurrido el pasado 21 de abril. A partir del miércoles 7 de mayo, un total de 133 cardenales con derecho a voto se reunirán a puerta cerrada en la Capilla Sixtina para escoger al sucesor del pontífice número 266. Será un proceso marcado por la solemnidad y el secreto, donde cada elector jurará guardar silencio absoluto sobre las deliberaciones. Para que un candidato sea elegido papa, deberá alcanzar una mayoría cualificada de dos tercios, es decir, al menos 89 votos.
A diferencia de anteriores cónclaves donde se intuía una pugna entre bloques definidos, esta cita se desarrolla en un clima de desconcierto y aparente equilibrio de fuerzas, sin un presidenciable claro. La ausencia de favoritos consolidados y la creciente internacionalización del Colegio Cardenalicio —con un peso notable de África, Asia y América Latina— anticipan una elección abierta, marcada por la diversidad cultural, eclesial y teológica de los electores. El mundo observa con expectación cómo se configurará la hoja de ruta de la Iglesia para las próximas décadas.
El legado del papa Francisco —el primero en adoptar ese nombre, en honor a san Francisco de Asís— no deja indiferente y marcará inevitablemente el horizonte del cónclave. Su pontificado ha estado centrado en valores como la misericordia, la opción preferencial por los pobres, la defensa del medio ambiente y una apertura pastoral hacia los márgenes sociales y geográficos del catolicismo. En este contexto, la elección del nuevo nombre pontificio será, como ha ocurrido históricamente, un gesto con carga simbólica que permitirá intuir la orientación del próximo pontífice. Nombres como Juan o Pablo, evocadores de etapas más conservadoras del siglo XX, podrían indicar una posible vuelta a modelos más doctrinales o institucionales.
Por el contrario, un gesto como adoptar el nombre de Francisco II podría interpretarse como un intento de dar continuidad a la senda reformista e inclusiva iniciada en 2013. En cualquier caso, la elección del nuevo papa pondrá a prueba el equilibrio entre tradición y renovación dentro de una Iglesia que, en pleno siglo XXI, sigue buscando su lugar entre la fidelidad a sus raíces y el diálogo con un mundo en constante transformación.