Hace nada, navegando por las aguas turbulentas del planeta Twitter, me sucedió algo curioso. O no, porque a estas alturas una está ya curada de espanto.

Había publicado yo un tuit moderadamente exitoso acerca de lo inadecuado, por machista, del titular de un conocido periódico deportivo sobre la hazaña de la gimnasta Simone Biles, que describía como “machada”. Pues bien, además de los consabidos trolls y haters varios, que ya no dan ni frío ni calor, me apareció uno nuevo cuyo mensaje en principio no entendí. Me recriminaba en un tono ciertamente acre por no luchar por la profesionalización del baloncesto femenino en lugar de limitarme al periódico deportivo de marras, además de remitirme a una cuenta de Twitter que, según él, sí que luchaba por la igualdad en el deporte. Me quedé de pasta de boniato, la verdad. He reclamado, exigido, escrito, gritado y declamado, por activa y por pasiva, sobre la igualdad de mujeres y hombres en todos los campos, y he insistido mucho en el del deporte porque hay mucho trabajo por hacer ahí. Me esperaba que me llamaran cansina, feminazi o cualquiera de esas cosas con las que nos obsequian a las feministas, pero lo que en modo alguno me esperaba es que me reprocharan por no luchar por la igualdad. Traté de sacarle de su error con amabilidad, y se unieron al coro varias de mis compañeras y compañeros de activismo, pero si quieres arroz, Catalina. El tipo cada vez más enrocado, cada vez más agrio y cada vez más convencido de que estaba en el uso de la razón absoluta. Y es que, como decía la canción, la vida te da sorpresas.

¿Por qué cuento esta historia? Pues porque me recordó mucho una sensación que tengo últimamente con el feminismo. Perdemos mucho tiempo y muchas energías en afear matices a quienes están cerca de nuestros planteamientos, y desperdiciamos ese tiempo y esa energía en luchar contra nuestro verdadero enemigo, el machismo, que campa a sus anchas. Y, además, lo hacemos con un tono tan acre como el de mi hater baloncestista, y eso hace que se abra una brecha cada vez más difícil de salvar.

Me estoy refiriendo, como no, al tema de la llamada Ley trans -que aún no es ley, por cierto- y todo lo que la rodea, incluido o no en la ley. Las diferencias entre género y sexo y la alusión al sexo sentido -no confundir con la película, aunque en ocasiones veamos muertos- como criterio determinante han abierto la caja de los truenos y de ella se escapan vientos y tempestades de todo tipo. Y creo que ahí está gran parte del problema, en que se abre una sima por la que caen muchas cosas al abismo más profundo. La sensatez, muchas veces, entre ellas.

De un tiempo esta parte, parece que cuando se alude al universo de las personas trans, se hace un mezcladillo que las relaciona con otras cosas con las que en principio nada tienen que ver, como vientres de alquiler o legalización de la prostitución. Y, llamadme ingenua, pero yo siempre me pregunto qué tendrá que ver el tocino con la velocidad. Se pude ser trans y no estar a favor de una cosa ni de otra, o estarlo solo de alguna de las dos. Algo también aplicable a las personas homosexuales, que no por ello son partidarias de la gestación subrogada, aunque algunos homosexuales, sobre todo famosos, hayan recurrido a la misma para ser padres.

Así pues, despejada la primera incógnita. Ser trans no implica ser regulacionista ni defensor de los vientres de alquiler. Ni tampoco ser seguidor o seguidora de la teoría queer. Los habrá que lo son y que no. Y quienes, como yo, pensamos que los vientres de alquiler y la prostitución son formas de explotación del cuerpo de la mujer, podemos criticar a quienes quieren imponerlo, pero por eso y solo por eso, independiente de que se trate de hombres, mujeres, personas no binarias, trans o cualquier otra posibilidad a la cual no alcanza mi entendimiento.

Y ahora, vayamos al meollo de la ley, o más bien al meollo del conflicto. Según parece, enmiendas mediante, la ley pretende -o debe pretender- que las mujeres trans sean consideradas mujeres, y viceversa, aunque en el caso de los hombres la cosa no tiene tanta enjundia. Algo que a primera vista debería parecer obvio. Si alguien ha nacido en un cuerpo equivocado, ha pasado toda su vida tratando de enmendar esa mala jugada de la naturaleza y ha conseguido ser una mujer de mente y cuerpo, parece lógico que acceda a los espacios de mujeres como baños, vestuarios o instituciones segregadas por sexos como las cárceles. Pobres de ellas si es de otro modo.

El verdadero problema sería saber dónde está la línea que marca que quien nació como hombre se considere una mujer. ¿En la inscripción en el Registro? ¿En una operación quirúrgica? ¿En el tratamiento hormonal? ¿En el aspecto físico? ¿En el “sentimiento”? Es un tema delicado, desde luego, y como tal no es de fácil solución. Depende de lo que se decida se pueden causar daños irreparables a las personas. Por eso ha de ser fruto de un debate sosegado y no de posiciones enfrentadas e irreconciliables. Hay que buscar el punto de unión, no el de divergencia.

No voy a cerrar los ojos con una de las cuestiones más peliagudas y que es la que pone en alerta a buena parte del feminismo. Hay espacios que las mujeres hemos logrado a base de lucha y puede que dar cabida a las mujeres trans podría volvernos a relegar a la segunda fila. Y eso, que puede ser un riesgo en algunos campos, no puede convertirse en la regla general para tenernos con la escopeta cargada y preparada para disparar con carácter permanente.

Es obvio que, en el deporte, las diferencias físicas que han dado lugar a diferenciación entre hombres y mujeres en muchas disciplinas van a ser una cuestión espinosa. Hay que conjugar la integración con que esta no suponga una desventaja para las mujeres y el juego de equilibrios es complejo. Pero nada es imposible con buena voluntad y seguro que se puede llegar a alguna solución que no sea el enfrentamiento.

Hay otros casos que se alegan que, sin embargo, veo como supuestos de laboratorio, teóricamente posibles, pero realmente improbables. Me cuesta mucho imaginar que un hombre mate a su pareja femenina para a continuación decir que se siente mujer y que no quiere ser juzgado por violencia doméstica sino por violencia de género. Y no me lo puedo imaginar, entre otras cosas, porque poca o ninguna ventaja le reportaría puesto que ambos supuestos están castigados exactamente con la misma pena. Sostener lo contrario sería dar la razón a los negacionistas de la violencia de género y sus cansinos argumentos.

Menos extraño resulta figurarse el caso en que un hombre alegue sentirse mujer y ser tratada por tal con el único propósito de acceder a un vestuario femenino y practicar el voyeurismo desde primera fila. Pero tampoco me resulta probable. Primero, porque no creo que baste con una manifestación hecha en cualquier momento y circunstancia para permitir algo así, y, en segundo lugar, porque es retorcido pensar que alguien monte toda esa parafernalia para ver unos cuantos cuerpos desnudos cuando tiene a un solo clic de ordenador, todos los desnudos y toda la pornografía que desee y más.

Creo que la futura ley, si es que llega a serlo, necesita de un par de vueltas y de muchos matices. Que el fin de integración de las personas trans es positivo en sí mismo pero tal vez el medio sea errado en más de un punto. Pero en modo alguno podemos permitir que se convierta en el centro del activismo feminista, porque perdemos credibilidad y un esfuerzo precioso para aplicarlo a nuestro verdadero objetivo, la lucha contra el machismo y sus múltiples manifestaciones.

Sin ir más lejos, estos días morían asesinadas por sus parejas dos mujeres, y apenas se dio repercusión a la noticia, eclipsada entre el coronavirus y las elecciones catalanas. Ojalá me equivoque, pero se percibe en la sociedad una especie de resignación ante estos asesinatos, como si se trataran de un mal inevitables. Y mientras, partidos políticos que niegan la violencia de género y grupos que añoran los tiempos en que la mujer era un sujeto de derecho de segunda clase se cuelan en las instituciones. Ahí es donde está la diana contra la que apuntar.

Como le dije a mi furibundo troll defensor del baloncesto, erramos el tiro. Nuestro verdadero enemigo es el machismo, y no quienes luchan por la igualdad, aunque no compartamos todos sus postulados. Insistir en ese tipo de enfrentamientos es dispararnos en el pie, y no están las cosas como para añadir obstáculos extra a nuestra carrera por ser cada vez más iguales.