Cuando parece que las elecciones lo devoran todo, quiero poner el foco en la figura del poeta de Jadraque, Guadalajara, José Antonio Ochaíta. Justo en estos días van a cumplirse cincuenta años, medio siglo, de su fallecimiento en Pastrana, su amada Catilla la Mancha, y en ambas ciudades manchegas va a recordarse su figura. Este país tiene una deuda pendiente aún con figuras como la suya, escritores e intelectuales que crecieron alrededor de las grandes figuras de la Generación del 98 o de la Generación del 27, y que participando de los mismos presupuestos estéticos, han sido orilladas por el hecho de haber tenido éxito profesional con un género, tan nuestro y tan manipulado históricamente, como la copla.

Ochaíta, como he dicho, nace en Jadraque (Guadalajara), 8 de agosto de 1905 y fallece en  Pastrana, también en Guadalajara, el 18 de julio de 1973. Escritor y poeta, su labor intelectual fue opacada por el éxito de sus canciones, aunque fueron muchos sus logros y méritos. Ingresó en el Colegio de Huérfanos de San Ildefonso, en Madrid, de donde pasó a la Universidad de Salamanca por su brillantez y facilidad para aprender. Alumno y discípulo de Miguel de Unamuno, no tuvo el maestro Unamuno tantos discípulos, se licenció en Filosofía y Letras en 1929, dedicándose a la docencia, que abandonó en 1932 para formar parte de la redacción del periódico El Faro de Vigo. 

Junto a sus compañeros Álvaro Cunqueiro y Otero Pedrayo, ingresó en la Academia Gallega de las Letras en 1933, donde se relacionó con Ramón del Valle-Inclán con quien trabó amistad e inició su carrera como dramaturgo.  Poeta por vocación, se trasladó a Sevilla en 1935, y entabló una intensa relación de colaboración literaria con el autor de canciones y poeta Rafael de León. Publicó su primer libro de poemas Turris Fortísima en 1935, con prólogo de José María Pemán, y se inició en el teatro, escribiendo junto a Rafael de León, las obras Cancela y Doña Polisón, al tiempo que publicó su segundo poemario Ansí pintaba don Diego, que le valió su ingreso en la Real Academia de las Buenas Letras de Sevilla, en 1942. Grandes figuras de la escena como María Fernando Ladrón de Guevara o Lola Membrives, protagonizaron sus comedias. 

El auge de la llamada copla española le llevó a figurar como letrista de canciones de éxito junto a Rafael de León, componiendo canciones para las más importantes cantantes de la época, Concha Piquer, Antoñita Moreno o Gracia Montes. Junto al también letrista Xandro Valerio y el músico Juan Solano, formó el trío Ochaíta-Valerio-Solano, componiendo cerca de mil canciones de éxito, entre las que figuran títulos como “La Lirio”, “Me casó mi madre”, “Eugenia de Montijo”, “Cinco Farolas” o “El Porompompero”, poniendo letra y música a infinidad de películas, como Bienvenido Míster Marshall de García Berlanga. Colaboró en los periódicos Nueva Alcarria y Flores y Abejas, de Guadalajara, en la fundación de “Alforjas para la Poesía”, fundamental para la difusión de la poesía en la dura posguerra española, y la institución de los llamados “Versos a medianoche”, dando a conocer la poesía a través de recitales. En uno de ellos, en Pastrana, de una manera románticamente poética, sufrió un derrame cerebral que le llevó a la muerte sobre el escenario, mientras declamaba su último poema “Manos nuevas, para mi tierra vieja”.

Aunque su fama se debe, sobre todo, a la autoría de muchas importantes canciones, su perfil es el de un relevante intelectual y poeta, fundamental en la dinamización de la cultura desde tiempos de la II República, pero, sobre todo, durante la dura posguerra. Tanto su obra poética, como sus composiciones teatrales y cancioneriles, hilvanan buena parte de la historia de España del siglo XX. Su modestia y discreción, además del exilio interior obligado, como sucede con otras figuras de la época que no quisieron o no pudieron exiliarse, fue diluyendo su labor, importantísima, que afortunadamente ahora se pone en valor, y que lleva años recordándose en un longevo premio de poesía que lleva su nombre. Alumbrar su interesante personalidad y trabajo, así como su oscurecida vida, es en buena medida, una obligación moral de los que vinimos después.

Déjenme pues, que les ponga letras a estos tiempos de verdades y mentiras emotivas, de verano electoral, con una de sus famosas canciones: “déjame en paz, en paz en paz; no me des guerra, guerra y guerra”. Que no nos vuelvan a quitar ni censurar la cultura, la memoria ni el sentido del humor.