Nadie sensatamente puede dudar de la utilidad y la necesidad del lenguaje verbal, de su versatilidad, de su sutileza, de su capacidad para hacerse carne en una realidad hasta entonces bruta: es “la casa del ser”, en palabras de Heidegger.

Como nadie que conozca los mecanismos del lenguaje verbal puede sensatamente dudar de la frecuente imprecisión de nuestras proposiciones, o de la imposibilidad de construir un lenguaje verbal semánticamente unívoco y sintácticamente perfecto. El lenguaje verbal, como bien olió Nietzsche, es siempre metáfora (metaforización) de nuestras intuiciones (lo que siento, lo que se produce en mí ante lo que vivo) en sí mismas inefables. Esa gran metáfora que es el lenguaje verbal no sólo lleva en sí significados, sino que esconde en su interior percepciones, sentimientos y valores, historia al fin, que han ido fijándose en él. Por eso el lenguaje verbal (lo mismo que le visual) nunca es neutral.

Que nuestra cultura milenaria ha sido y es profundamente androcéntrica apenas merece discusión y que el lenguaje lleve en sí esa herencia, querámoslo o no, tampoco merece más explicaciones: que se ha primado en nuestra cultura al varón sobre la mujer quiero pensar que ya no ofrece dudas a nadie.

Es cierto que en castellano se utiliza el masculino, además de en su sentido propio, como genérico. Decir “los hombres”, en ese sentido genérico, viene a significar lo mismo que “la humanidad” o que “los seres humanos”. Tan cierto como que ese sentido genérico, aunque solo sea implícitamente, se hace cargo de ese androcentrismo histórico.

Son buenas las razones lingüísticas que aduce el profesor Ignacio Bosque en su artículo, y buenos los reproches técnicos que hace a las guías editadas para evitar el lenguaje sexista. Pero eso apenas significa nada más allá de la validez formal del sistema. Se deslizan en el artículo, sin embargo, valoraciones que van más allá de esa validez formal. Cuando el profesor Bosque escribe que “En ciertos fenómenos gramaticales puede encontrarse, desde luego, un sustrato social, pero lo más probable es que su reflejo sea ya opaco y que sus consecuencias en la conciencia lingüística de los hablantes sean nulas” supone que “lo más probable” (?) es que el androcentrismo originario tenga nulas consecuencias en la conciencia del hablante y obvia que precisamente es su opacidad la que mantiene vivo el problema y hace necesario alertar sobre ella.

Quienes enseñan Lengua española deben hacerlo con todo rigor y advertir de los errores, cómo no, pero yo seguiré saludando el entrar en mi clase con un “buenos días, chicas; buenos días, chicos”.

Jesús Pichel es filósofo