El gusto por lo macabro ha existido siempre, solo hace falta saber dónde buscarlo para darnos cuenta de que Halloween se queda en nada si echamos mano de la historia.

A lo largo de toda la cristiandad se hizo famoso un género artístico llamado vanitas, cuyo objetivo principal era recordar lo fugaz de la vida y lo perecedero de este mundo en el que vivimos. Artísticamente se representó con bodegones o escenas metafóricas en las que una vela recién apagada o un lujoso vaso a punto de quebrarse hacían hincapié en la fragilidad de la vida, sin embargo hubo pintores que fueron un paso más allá creando obras… cuanto menos inquietantes.

Calavera gritando, óleo atribuido a Salvatore Rosa

Calavera gritando, óleo atribuido a Salvatore Rosa
El mejor ejemplo lo encontramos en el convento de las Descalzas Reales de Madrid, donde las jóvenes monjas, provenientes de familias aristocráticas, no podían perder de vista a la muerte. A tal efecto se ideó un curioso cuadro, titulado El espejo de las clarisas, el cual a primera vista era una sencilla tabla negra en el que con letras de oro se escribió:

“Lo que en mí vienes a ver
te pido que consideres
y enmendarás lo que eres
mirando lo que has de ser:
la hermosura, y el poder,
el donaire y despejo,
con otras gracias que dejo
tus esperanzas burlaron
porque todas se quedaron
a la luna de este espejo”

Una vez que esa tablita se retiraba aparecía el verdadero “espejo” consistente en un retrato cadavérico de una monja clarisa.

El espejo de las clarisas, una rareza artística anónima de tintes macabros

El espejo de las clarisas, una rareza artística anónima de tintes macabros
De este subgénero de las vanitas en espejo se puede apreciar otra pintura en el Landesmuseum de Zurich, pero la pintura macabra no quedó ahí. Con otro sentido aunque igualmente truculento surgió la pintura de catafalco. Retratos de personas venerables que cada comunidad monástica quería homenajear con una última pintura ya en su lecho de muerte.

Así vemos retratos de san Francisco Solano o de la abadesa sor Ana María del Tránsito y Silva... en definitiva una costumbre religiosa que saltó a la política. Si no tuviésemos retratos suficientes de Felipe IV con los ya pintados por Velázquez o Rubens, se sumó también el de Pedro de Villafranca pero esta vez con un toque especial. Mostraba al monarca difunto.

Retrato de catafalco de Felipe IV conservado por la Real Academia de la Historia

Retrato de catafalco de Felipe IV conservado por la Real Academia de la Historia
Curiosamente, pocas personas retrataron más a aquel difunto que Diego Velázquez, y también de él se conserva un retrato de catafalco. Se trata de un dibujo, apenas un bosquejo, que su discípulo Juan de Alfaro realizó siendo un adolescente.

Retrato de Velázquez ya difunto

Este último retrato de Velázquez ya difunto, podría ser de gran valor para identificar sus desaparecidos restos mortales
Por si esto fuese poco y dada la enorme mortandad infantil, entre la realeza (que era quién se podía sufragar gastos así) comenzaron a popularizarse los retratos fúnebres a niños, de este modo vemos a la infanta María en su ataúd, pintado por Pantoja de la Cruz, o a la infanta Margarita Francisca retratada post mortem por Bartolomé González.

Entre los numerosos retratos que se hicieron a los hijos de Felipe III también existen retratos funerarios

Entre los numerosos retratos que se hicieron a los hijos de Felipe III también existen retratos funerarios

Estos últimos cuadros mortuorios se alejan de la visión amenazante de las vanitas tratando de captar el último halito de vida de aquellos pequeños, siendo, en cierto sentido, un precedente de la fotografía mortuoria del siglo XIX, cuya función coincide con la añoranza que la infanta Isabel Clara Eugenia le confesó por carta al duque de Lerma: “todo el adorno de mí aposento son los retratos, con que paso la vida, ya que no puedo gozar los vivos”.