Hay veces que es peor el remedio que la enfermedad y una decisión resulta tan desacertada que al final hubiera sido mejor no haber hecho nada y dejar las cosas como están.
Algo así le pasó a Felipe V hace, justo hoy, 295 años, cuando el 9 de febrero de 1724 proclamó a su hijo, el jovencísimo Luis I rey de España. Fue, sin duda, una de las abdicaciones más rocambolescas que uno pueda imaginar.
 

Medalla conmemorativa del nombramiento de Luis I



El muchacho tenía dieciséis años y urgía nombrarle rey. Su padre, el regio Felipe V, tenía 41 años y a priori tenía cuerda para rato, sin embargo decidió entregar el cetro en un acto piadoso diciendo que lo hacía para: “servir a Dios, meditar sobre la vida eterna y entregarse del todo al importante negocio de la salvación de su alma”.
Esa explicación piadosa es la que el rey quiso dar al pueblo, en vista de lo bien que le había funcionado a Carlos V decir que se iba Yuste a bien morir, cuando en realidad sabemos que fueron más bien unas vacaciones a cuerpo de rey (y nunca mejor dicho) . .
 

Felipe V. Según algunos historiadores la verdadera razón de que Felipe V abdicase no era abandonar el mundanal ruido, sino optarpor el trono de Francia

En el caso de Felipe V dos razones aclaraban su verdadera intención. Por un lado, disfrutar de una pensión de seiscientos mil ducados anual en su nuevo palacio la Granja de San Ildefonso, denominado por el mismo como su pequeño Versalles. Y por otro lado, ocultar aquellas dolencias mentales que empezaron como repentinos cambios de humor y acabaron siendo serios trastornos psiquiátricos (recordemos que el rey se aterrorizó en una ocasión al creerse atacado por el sol y en Sevilla le pillaron intentando subirse a los caballos de los tapices…).
Con este panorama, el 14 de enero de 1724 Felipe V hizo pública la decisión más beneficiosa para el (aumentándose la paga y el número de sirvientes) y para el reino (quitándose de en medio).
Aun así, resolverlo no era tan fácil, pues la abdicación tenía que pasar por la aprobación del consejo de Castilla y estos sabían claramente que eso de alejarse de “las miserias de la vida” era una burda pantomima y que por mucho que lo vendiesen como un arrebato espiritual Felipe V junto con el marqués de Valoure y el secretario José de Grimaldo habían dejado preparado el equipo de gobierno e incluso gratitudes para los leales a su plan a los que el nuevo rey tenía que condecorar con toisón de Oro.

Aunque Luis I fuese un adolescente su padre dejó el equipo de gobierno perfectamente orquestado para que todo siguiese igual

El consejo de Castilla podría haberles puesto en un apuro por lo que el rey y los suyos buscaron el apoyo de las ciudades, sin importarles como dijo el historiador Eduardo Chao que fueran “burladas de esta manera las leyes fundamentales“.
Así el 9 de febrero, Luis I se ceñía la corona librando a su padre de buena cantidad de problemas… aunque eso solo era en teoría porque las complicaciones se extendieron por doquier.
La nueva reina, Luisa Isabel de Orleans, en teoría no tendría por qué dar ningún problema, su matrimonio con Luis I era de pura conveniencia fruto de un pacto con Francia, pero es cierto que ya se hablaba de ella como una niña que sacaba de quicio a cualquiera.
Una vez en el trono y visible a toda la sociedad Luisa Isabel demostró tener tantos o más problemas mentales que su suegro. Era exhibicionista, eructaba y pedorreaba delante de cualquiera y llegó a tal punto que en una ocasión hubo que encerrarla.
 

“Estaba subida en lo alto de una escalera de mano que encontró apoyada en un manzano y nos mostraba su trasero, por no decir otra cosa”. Así describió el mariscal Tessé las costumbres de Luisa Isabel de Orleans

Curiosamente el comportamiento excéntrico de Luisa Isabel se volvió tierno y cuidadoso en un momento clave del reinado de su marido, cuando este contrajo la tan temida viruela. Una enfermedad de la que ella misma se contagió al ocuparse de su esposo, que finalmente murió habiendo reinado tan solo 229 días. Después de tantos jaleos Felipe V terminó, como diría Rocío Jurado, en el punto de partida.