Durante estos últimos tiempos se ha hablado y escrito mucho acerca de si algunos de los hechos relacionados con el proceso secesionista catalán pueden o no ser considerados como algo así como un golpe de Estado de nuevo cuño. No son pocos los juristas, politólogos y analistas que así lo sostienen, aunque muchos otros lo ponen en duda y son numerosos quienes niegan que se pueda dar un golpe de Estado sin el uso no ya de algún tipo de violencia sino del empleo de las armas. En gran parte de esto trata, en definitiva, el juicio que se celebra desde hace ya varias semanas en el Tribunal Supremo contra una docena de destacados dirigentes políticos y sociales del independentismo, todos ellos como acusados de la comisión de supuestos delitos de rebelión y sedición, entre otros.

Me extraña que nadie se plantee, al menos por ahora, si fue o es un intento de golpe de Estado todo el complejo y dilatado montaje de la conocida como “policía patriótica” que vamos conociendo, con creciente escándalo y estupor, a través de la interminable sucesión de revelaciones periodísticas relacionadas con el comisario Villarejo y sus sucios tejemanejes, en abierta connivencia con algunos periodistas y medios de comunicación y con el apoyo e incluso estímulo de destacados dirigentes políticos.

A estas alturas no existe ninguna duda que, como mínimo durante buena parte de estos últimos años de gobiernos del PP presididos por Mariano Rajoy y con Soraya Sáenz de Santamaría como vicepresidenta, en el Ministerio de Interior dirigido por Jorge Fernández Díaz y por Juan Ignacio Zoido, y en concreto con Ignacio Cosidó al frente de la dirección general de la Policía, se urdió una amplia y muy bien nutrida trama de policía política paralela, y por consiguiente ilegal, cuyo único objetivo fue servir a los exclusivos intereses partidistas del PP, mediante la fabricación y difusión de toda clase de informaciones falsas contra adversarios políticos diversos.

El asunto está judicializado y el sumario es por el momento todavía secreto. No obstante, existen indicios más que suficientes para sostener que unos servicios públicos tan importantes como en cualquier Estado de derecho deben ser los de los cuerpos y fuerzas de seguridad fueron utilizados e instrumentalizados al servicio de los intereses del partido del gobierno, o como mínimo al servicio de los intereses de algunos de los dirigentes de este partido.

Mucho me temo que ha ocurrido algo de algún modo parecido a lo que ya sucedió años atrás con aquella gran conjura que José Luis de Vilallonga tuvo el gran valor cívico de denunciar públicamente, en un artículo publicado en agosto de 1994 en La Vanguardia, una conjura en la que una extraña mezcla de financieros, políticos y periodistas conspiraron con la intención de cargarse al gobierno socialista de entonces, presidido por Felipe González, e intentar luego incluso el cambio de nuestro sistema constitucional.

Conocíamos de sobras ya la existencia de esta vergonzosa “policía política patriótica”, que el Congreso de Diputados denunció con la sola oposición del PP y la como mínimo curiosa abstención de Ciudadanos. Los falsos informes policiales contra destacados dirigentes políticos, en su gran mayoría opositores, pero también del mismo partido del gobierno, y también contra empresarios, financieros, periodistas e incluso contra el rey emérito, han sido difundidos por algunos medios de comunicación y un reducido número de periodistas. Está muy clara la intencionalidad subversiva de estas infamias. A mi modo de ver son nuevas formas de golpe de Estado. Sin ningún tipo de violencia física, está claro. Sin el uso de la fuerza de las armas, evidentemente. Pero con la voluntad inequívoca de alterar de forma ilegal e ilegítima nuestro democrático Estado de derecho. Y esto es golpismo.