La palabra genocidio ha pasado del plano jurídico a ocupar el centro del debate público en España tras los últimos informes y pronunciamientos internacionales sobre la guerra en Gaza. El punto de inflexión llegó con las conclusiones de la Comisión Internacional Independiente de Investigación de la ONU, que por primera vez calificó la ofensiva israelí como genocidio, a partir de hechos y declaraciones que, a su juicio, encajarían en varios de los supuestos de la Convención de 1948. El informe pide responsabilidades y acción internacional, ampliando un consenso previo entre expertos de la ONU que desde 2023 venían alertando de un “riesgo de genocidio” y de “destrucción de la vida en Gaza” mientras el mundo discutía sobre la semántica.

En ese marco, el Gobierno de España ha endurecido su posición y ha incorporado explícitamente el término genocidio a su discurso institucional. El presidente Pedro Sánchez ha anunciado medidas “para detener el genocidio en Gaza, perseguir a sus ejecutores y apoyar a la población palestina”, un lenguaje que La Moncloa ha recogido en sus comunicaciones oficiales. Desde la portavocía, Pilar Alegría ha reprochado al principal partido de la oposición su negativa a reconocer esa calificación, sosteniendo que no es “ignorancia”, sino “mala fe”. A la vez, el Ejecutivo ha intensificado su ofensiva diplomática y política —incluyendo un embargo total de armas a Israel—, y ha reclamado a socios internacionales un posicionamiento más firme.

En el otro lado del tablero, dirigentes del Partido Popular se resisten a emplear la palabra genocidio. La portavoz parlamentaria Ester Muñoz ha defendido que no “le compete ni a la ONU ni al presidente” determinar si hay o no genocidio, reservando esa competencia a la justicia penal internacional. En la misma línea, el alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida, ha reiterado públicamente que “para mí no hay un genocidio”, argumentando que achacar genocidio a un Estado implicaría cuestionar su propia existencia. La presidenta madrileña Isabel Díaz Ayuso también ha rechazado esa calificación en múltiples intervenciones, encuadrando el conflicto en términos de seguridad frente a Hamás y denunciando una “instrumentalización” del término por parte de la izquierda.

La brecha semántica tiene efectos políticos inmediatos. Desde el Ejecutivo y sus socios se impulsa un relato que subraya la gravedad excepcional de los hechos y la obligación de actuar en clave humanitaria y de derecho internacional, apoyándose en la reciente acusación de la comisión de la ONU y en el eco de agencias y medios internacionales que han recogido esa calificación. En paralelo, la oposición conservadora reivindica prudencia jurídica, cuestiona la autoridad de determinados órganos de la ONU para tipificar delitos y advierte contra lo que consideran una simplificación binaria del conflicto. Este choque de enfoques se ha filtrado a la calle —protestas, boicots y campañas— y a las instituciones culturales y deportivas, donde España ha promovido gestos de presión excepcionales a Israel.

Con este telón de fondo —un informe de la ONU que habla de genocidio, un Gobierno que lo asume en su discurso y una oposición que lo niega o lo relega a decisión judicial—, la pregunta ya no es solo jurídica, sino también moral y política. ¿Debe el debate público adoptar la tipificación más grave cuando los órganos de Naciones Unidas lo hacen, o corresponde esperar a una sentencia firme de un tribunal internacional? ¿Cómo afectan estas palabras a la diplomacia, a la ayuda humanitaria, a la convivencia interna y al propio tratamiento informativo del conflicto?

Encuesta
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Vista aérea de Gaza, totalmente destruida tras el asedio israelí. EP.

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