Hay viajes literarios que se recorren aventurados en la ficción, y otros que se visitan con los ojos de un escritor. Es en la segunda, la literatura de viajes, en la que el autor nos narra a modo de diario personal su experiencia. Entre los primeros, el viaje literario por excelencia pueda ser El Quijote de Cervantes, pero entre los segundos ocupan un lugar principal dos libros que por momentos, parecen uno: Viaje a la Alcarria (1948) y Viaje a Portugal (1980). Salvando las distancias temporales, los puntos en común de ambas obras son más que evidentes para cualquiera que recorra sus páginas. De hecho, el propio Saramago confesó haber bebido de las fuentes de Cela.

Dos Premios Nobel

El primer punto en común es en realidad ajeno a las propias obras, pero algo tendrán que ver ambas cuando los dos autores José Saramago y Camilo José Cela han sido galardonados con el Premio Nobel. Esa es una buena razón para dedicarle tu tiempo de lectura a ambas obras, pues seguramente se tratan de las más ligeras que escribieron y al mismo tiempo, por razones obvias, las más personales. Leer a un premio Nobel puede asustar un poco cuando no has profundizado en las grandes obras de la literatura Universal, pero con estas dos obras comprenderás que escribir bien no está reñido con ser entretenido o interesante. Y si te interesa viajar, estos dos libros lo son.

Dos viajeros, un estilo

Lo primero que te llamará la atención si lees ambos títulos, es comprobar que los autores han elegido la tercera persona para hablar de sí mismos, y que se definen o hacen llamar “el viajero”.
“El viajero va muy feliz. Le es indiferente encontrar la iglesia o no encontrarla, lo que él quiere es que el camino no se acabe” —Viaje  a Portugal. “El viajero sigue, con su morral a costillas, por la carretera adelante. A cada hora de marcha, a cada legua, se sienta en la cuneta a beber un trago de vino, a fumar un pitillo y descansar un rato” —Viaje a la Alcarria

Dos épocas, un pueblo

Viaje a Portugal comienza en la misma raya de la frontera con España “tiene el motor ya en Portugal, pero no el depósito de gasolina, que aún está en España”, y desde entonces, las referencias o recuerdos a las relaciones entre los dos países ibéricos se repiten con frecuencia. Saramago vivió sus últimos años en España, aunque en territorio insular de Lanzarote, lo que no le hizo peder su relación con la Península Ibérica. Muy al contrario, soñaba con una Iberia unida, siguiendo un pensamiento iberista de reunificación del mapa que lejos de ser una utopía, se ve reflejado en recientes encuestas que reflejan esa idea en muchos ciudadanos de ambos países. (Una encuesta de la Universidad de Salamanca en 2009 indica que el 40% de los portugueses lo verían bien). En cualquier caso, la realidad multicultural de la Península Ibérica, dentro de una Europa sin fronteras, demuestra al viajero, a cualquiera que viaje por España y Portugal, que hay tantas diferencias como puntos en común entre un portugués y un valenciano como las puede haber entre un gallego o vasco con un andaluz. Y leyendo ambos libros, insisto que con las distancias temporales de los años en los que se escribió cada una—casi cuarenta años de diferencia— queda patente.

Un recorrido por la historia, el arte y gastronomía

Ninguno de los dos libros es una guía exhaustiva de viajes, ni tampoco un libro de historia. Pero Cela y Saramago sirven de cicerones de un paisaje y, como le gustaba decir a don Camilo, un paisanaje, que se describe en sus platos y en sus monumentos, tanto como en sus curas, niños, alcaldes y gentes del lugar. Sobre la gastronomía, despertarán más apetito las deliciosas recetas de la gastronomía portuguesa que las pobres viandas de una España de postguerra, pero igualmente nos hablará de algo universal y que siempre seduce a quien viaja. En cuanto al paisaje histórico artístico, pocas diferencias de opinión entre uno y otro, pues ambos denuncian el abandono de joyas arquitectónicas de otra época.

Dos épocas, dos formas de viajar

Si bien tanto uno como otro emprendieron sus viajes “a la aventura” dejando lugar a la improvisación en las rutas diarias, Saramago viajó en coche mientras que Cela, cual peregrino, lo mismo empieza en tren, que toma un autobús, que es llevado en carro. Aunque, sobre todo, Cela viaja a pie con su zurrón y su bota de vino, durmiendo al raso cuando no le queda más remedio, o en lo que por entonces se llamaban “paradores” que eran poco más que una habitación de pensión pensada para viajantes. Así es posible imaginarse perfectamente el viaje a Portugal de Saramago, y hasta emularlo. Intentar el recorrido de Cela hoy se antoja difícil, pues las carreteras que él describe, caminos de carros y burros hoy son autovías o carreteras por las que no es muy recomendable caminar y mucho menos, pararse a dormir.
Aún así, me atrevo a decir que la forma de viajar de ambos escritores es básicamente la misma, a juzgar por el tono entre despreocupado y mordaz, a veces fiesta, a veces drama.
Una mirada irónica y crítica de quien ama algo y duda entre la aceptación y la censura. De quien disfruta con una realidad que sin embargo le gustaría cambiar. Y es en esos pensamientos entre líneas unas veces y frontales otras, en las que viajar de la mano de personajes tan bien dotados para la escritura, puede decirse, como decía mi padre al llevarme de excursión, que “el viajar, ilustra”.