Los días previos a las elecciones catalanas se respiraba cierto nerviosismo en Génova, 13. El sector cercano a Pablo Casado, con Teodoro García Egea al frente, empezaba a vaticinar que los comicios supondrían un revés importante en el camino particular del presidente de la formación, que, una vez más, sería cuestionado tras otra noche electoral aciaga para sus intereses. El golpe fue más pronunciado de lo esperado, con Alejandro Fernández como telonero de una jornada en la que Vox puso el lazo aprovechando la falta de identidad propia de un PP a la deriva en Cataluña, incapaz de atraer al votante que se quedó en casa, al que dejó a Ciudadanos en plena crisis y al propio que los abandonó. No solo no aprovechó el contexto electoral, sino que restó perdiendo un diputado más de los que consiguió en 2017.

La primera víctima de este proceso ha sido la casa de los populares desde 1983 -no en propiedad hasta 2006, cuando el PP compró la infraestructura a Mapfre por 37 millones de euros-. El edificio ubicado en el número 13 de la céntrica calle Génova de Madrid se vende. Ha sido Pablo Casado quien ha sorprendido a propios y extraños anunciando esta decisión en una sobria comparecencia en la que le ha dado tiempo a echar balones fuera y no asumir su parte de culpa del descalabro electoral del pasado domingo. Una sede judicializada y que arrastra consigo los ominosos capítulos de corrupción de la formación, en plena disputa contra su pasado con las revelaciones del que fuera su tesorero en la época de la caja B, Luis Bárcenas.

A fin de despojarse de este legado, que lastra sus aspiraciones de igual forma que lo hacen los continuos vaivenes ideológicos de su dirección, el líder de los populares ha asegurado que el PP no debe seguir en “un edificio cuya reforma se está investigando en los tribunales”. Una determinación para no tener que rendir cuentas -“desde hoy esta dirección no va a volver a dar explicaciones sobre ninguna dirección pasada”- que se acompaña de un “nuevo departamento de compliance que establecerá mecanismos de transparencia, rendición de cuentas y un canal anónimo de denuncias con absolutas garantías, a semejanza de lo que sucede en las grandes empresas”.

Medidas que, más allá de lo cosmético, simbolizan algo inaudito en el Partido Popular: por primera vez, la formación asume de forma implícita la caja B y el uso de dinero negro para la reforma de su sede. “No podemos seguir pagando facturas de lo que no conocemos", ha asegurado Pablo Casado, que no ha dado pistas sobre la ubicación del futuro centro de operaciones de su equipo.

Un problema de contenido

Este forzado desahucio es un primer paso, pero no puede ser el único. La marejada interna en el PP es notable y pública, con muchos pesos pesados exigiendo a la dirección un cambio de rumbo que permita a la derecha mayoritaria del país volver a ser el refugio compartido de varias corrientes políticas. El propio Pablo Casado ha señalado que es necesario volver al centro del tablero, aglutinar fuerzas y conseguir que la fragmentación existente desde la irrupción de Ciudadanos y Vox no suponga el fin de la derecha tradicional española.

Sin hoja de ruta predeterminada, y con personalidades tan dispares como la de Cayetana Álvarez de Toledo y Alberto Núñez Feijóo a tener en cuenta, lo único que queda claro es el objetivo. Los populares deben rediseñar su estrategia, ampliar su target potencial y restar valor y espacio de mercado a su izquierda (Ciudadanos) y su derecha (Vox). Una especie de refundación y giro al centro como el anunciado por José María Aznar en el X Congreso del partido en 1990.

El déjà vu del PP

Un año antes de aquella renovación de rostros, fue Manuel Fraga quien decidió cambiar las siglas: "Sé que a muchos de vosotros os está sangrando el corazón. El mío también sangra. Pero ha llegado el momento de cambiar de nombre. Alianza Popular se llamará Partido Popular. Ésa es mi decisión", explicó entonces. Una remodelación que tenía por objetivo aglutinar en esta marca a conservadores, democristianos y liberales. 

Ahora es Casado el que, como José María Aznar, su padre político, tiene que bailar con la más fea. La tarea no es sencilla, fruto de un tablero totalmente dividido y de una extrema derecha que rentabiliza cada error comunicativo: si el giro es hacia el centro, abonan la derecha, si el giro es hacia la derecha, se saben ganadores. Toca darle la vuelta, y para ello serán muy importantes los nombres que se pongan encima de la mesa. Apartada Cayetana, al presidente nacional del PP le toca elegir entre ampliar la base al estilo Feijóo o asentarse en pactos con sus principales rivales como Isabel Díaz Ayuso o Juan Manuel Moreno Bonilla.

Casado fue elegido presidente del PP hace dos años y medio. Y lo hizo pese a no ser el favorito, como ya le pasara a José María Aznar en 1990 -Fraga barajó nombres tan diversos como Marcelino Oreja o Isabel Tocino-. Su victoria frente al rajoyismo encarnado por Soraya Sáenz de Santamaría supuso entonces una vuelta a las esencias (“el PP ha vuelto”), bajo la promesa de no renegar del pasado de su partido. Incumplida su promesa, y en busca de reescribir el storytelling de la formación, el dirigente popular deberá decidir a quién escucha: “El PP no tiene que disfrazarse”, aconsejó Aznar hace un tiempo; “es el momento de las fusiones”, ha vaticinado este martes Isabel Díaz Ayuso; "sin ruidos, sí con ideas; sin calificativos y sí con propuestas", pide Feijóo.

Muchas ideas y poco tiempo. Algunos, de hecho, ya lo dan por perdido: “Ha defraudado las confianzas depositadas en él”, ha sentenciado este martes Cayetana Álvarez de Toledo. La venganza es un plato que se sirve frío.