La pregunta sobre si el 28-M equivaldría a un cambio de ciclo o se quedaría en un inocuo parto de los montes quedó respondida con contundencia hace justo una semana: fue lo primero. En grandes ayuntamientos y autonomías ya es efectivo ese cambio de ciclo en favor de las derechas que Pedro Sánchez pretende interrumpir en seco con su osado adelanto electoral.  

Tertulianos y analistas somos todos muy listos pero a ninguno se nos ocurrió que la mejor respuesta a una debacle de la izquierda era celebrar elecciones exprés en dos meses. Solo cuando Sánchez hizo su vertiginoso anuncio –tan sencillo como un anillo– todos vimos que era la solución menos mala y la respuesta más imaginativa y jactanciosa a la endiablada ecuación que el 28-M dejó escrita en la pizarra nacional. Eso no significa que la jugada vaya a salirle bien; solo significa que la partida no ha acabado y que, por tanto, el cambio de ciclo puede quedar congelado en plena canícula.

Recién acabada la batalla del 28-M, periodistas y políticos no vuelven a casa sino que permanecen en la trinchera. La derecha no menciona los logros económicos y sociales del Gobierno y la izquierda rehúye examinar las amistades peligrosas de Pedro Sánchez, que ocupan un amplio espectro que comienza en Ione Belarra, continúa en Oriol Junqueras y acaba en Arnaldo Otegi, pero que, milagrosamente dado el cargo que ocupa, no pasa por Yolanda Díaz; Belarra, Montero e Iglesias restan votos no solo al PSOE, sino al propio Podemos, mientras que la vicepresidenta tercera, en cambio, suma papeletas tanto para sí misma directamente como para el PSOE de forma indirecta, pues sin un buen resultado de Sumar Sánchez ya puede ir despidiéndose de la Moncloa.

El pecado y la penitencia

El pecado mayor cometido por el Gobierno de coalición y cuya penitencia se llama abstención fue aquella doble modificación del Código Penal –ley del sí es sí y rebaja del tándem sedición/prevaricación– doblemente inepta, a mitad de camino entre la chapuza y el escándalo, pues salieron de la cárcel quienes nunca debieron salir y siguieron amenazados de entrar quienes iban a librarse de ella. Pedro Sánchez es presidente gracias al independentismo catalán y vasco y puede dejar de serlo por su culpa.

Hoy por hoy, los aliados parlamentarios de la periferia componen el flanco más débil de los ejércitos gubernamentales; ahí es donde las derechas están concentrando su ofensiva tras constatar las dificultades del Gobierno para defender sus posiciones en tan comprometida franja del frente bélico: cuando, coordinados y unánimes, los bien adiestrados escuadrones del ejército nacional atacan el ala 'indepe' de las huestes izquierdistas, el comandante en jefe Sánchez se remueve inquieto en su silla de campaña. Cuando lo atacan por ese lado, al Gobierno solo le cabe replicar con maniobras de distracción en otros puntos del frente que le son más propicios, particularmente los defendidos por los tenebrosos pelotones que acaudilla el somatén Santiago Abascal.  

De los oficiales mercenarios Otegi y Rufián el presidente no puede esperar gran cosa, pues la prioridad de estos no es combatir a la derecha sino combatir al actual Estado para tener el suyo propio; no tendrán escrúpulo en ordenar a los suyos la retirada si ello favorece su ansiada secesión. Los Rufián y los Otegi, como antes los Arzalluz o los Pujol y aun mucho antes los Aguirre y los Companys, siempre pusieron su condición de patriotas de su pequeña patria por encima de su condición de militantes de las grandes ideologías, de izquierdas o de derechas, en que nominalmente se encuadraban sus partidos.

Modernos y posmodernos

Pactar con el independentismo no es un hecho en sí mismo malo para el país, más bien todo lo contrario, pero sí lo es que el presidente necesite, sí o sí, de tales pactos para sobrevivir. Los estrategas de la Moncloa han intentado, sin mucho éxito, vender como virtud lo que todo el mundo sabe que era necesidad.

Alberto Núñez Feijóo sabe bien que ERC y Bildu son su mejor baza contra Sánchez; y si olvida que lo son, ahí están para recordárselo Felipe González y Alfonso Guerra con sus pomposos y ofendidos silencios o Emiliano Gracía-Page, Javier Lambán o Juan Carlos Rodríguez Ibarra con sus palabras, proclamas y manifiestos antisanchistas. El secretario general y sus adversarios internos son todos ellos socialistas, pero de manera muy distinta: Felipe, Guerra, Page, Ibarra o Lambán son modernos y Sánchez es posmoderno; ellos son sólidos y él es líquido; aquellos son unitarios con querencias federales y este es federal con querencias confederales.

El PSOE de Sánchez propugna una España Plural sin dejar de ser Una, pero se trata de un mensaje mucho más difícil de trasladar y hacer comprender al público que el que propugna una España Una a secas. La España Plural es algo así como la Santísima Trinidad, un misterio que ningún cristiano en su sano juicio entendió ni entenderá jamás; la España Una, en cambio, es la del Dios único y con barba que ostenta todo el poder y ante el que todos saben a qué atenerse. Por lo demás, cierto que todo el mundo coincide en que Sanchez es sin duda sanchista, pero seguramente no más que Felipe felipista, Guerra guerrista, Page pagista o, ya puestos, Feijóo feijoísta. La política es un oficio fatalmente narcisista.

El presidente Sánchez afronta, pues, la campaña del 23-J atado de pies y manos: los morados le atan los pies y los ‘indepes’ las manos. Lo paradójico es que la misma soga que hoy limita sus movimientos sirvió ayer para alzarlo al trono de la Moncloa. Pero quién sabe… Feijóo tiene buenos motivos para sentirse inquieto. Sánchez –lo ha demostrado muchas veces– es un tipo que cuenta con habilidades propias del célebre mago Harry Houdini, capaz de liberarse de cuerdas, esposas y cadenas aun debajo del agua. Sánchez tendrá que superar al legendario ilusionista: deshacerse durante la campaña de las cadenas de secesionistas y morados y atarse él mismo de nuevo a ellas si el recuento de votos no le es adverso.