Las elecciones europeas se han visto históricamente como algo superfluo, casi sin importancia. Porque parece que no nos jugamos nada. Porque Europa, a pesar de que España forma parte de ella, parece estar muy lejos. Porque incluso es complicado de entender el funcionamiento de los aparatos europeos si no te lo explican bien. Todo ello, sumado al escenario actual (el bochorno -vamos a hablar todos a las claras- que algunos parlamentarios ofrecen cada miércoles en el Congreso de los Diputados y otros tantos días en las cámaras autonómicas) provocan un caldo de cultivo perfecto para que la gente cada vez esté más hastiada de la política.

En ese escenario de desencanto, la obra todavía se deja ver (a menos a nivel nacional, donde nuestro país salvó el match point de la ultraderecha en las últimas elecciones generales). Por aquel entonces, España demostró ser un país libre, de derechos, de conquistas sociales, que prioriza los servicios públicos, que no odia -sí discrepa, y viva la discrepancia-, que abre los brazos al que viene de fuera, que aboga por el feminismo, la forma de amar y de ser en todas sus vertientes, la salud mental, la cultura y el derecho a decidirlo todo, siempre y cuando eso no interfiera en el respeto a los demás. Esa es la diferencia entre los unos y los otros: ir a favor de la exclusión o de las personas.

Por eso, y aunque el discurso sea el mismo que un servidor ha repetido en los últimos años (consciente del hartazgo generalizado y, todo sea dicho, totalmente justificado en la mayoría de las ocasiones), es importante ir a votar. Porque está claro quiénes son los que nunca se quedan en casa. Y resulta fundamental en un contexto en el que la extrema derecha está envalentonada.

Hace unas horas Abascal sentenciaba que nos iban a “encontrar en frente”, incluso físicamente. Anteriormente, había dicho, literalmente “más muros y menos moros”. Él, que apoyó el asalto al Capitolio, que respalda a Javier Milei (un político absolutamente histriónico, más allá de su gestión en favor únicamente de las élites, machista y un largo etcétera que ocuparía varías líneas), llamando -por enésima vez- a la violencia contra el diferente. Los socios de la ultraderecha española son el actual responsable argentino, pero en Europa los Orban, Meloni, Le Pen y compañía. Todos ellos, dentro de un continente en el que los reaccionarios sacan pecho incluso en países donde el fascismo -de nuevo, llamemos las cosas por su nombre- fue un lastre que por momentos parece olvidado.

A menos en nuestro país estas formaciones operan con el beneplácito de la derecha. Una oposición que debiera ser de Estado, pero que se suma a los insultos y que, de hecho, gobierna en coalición con Vox en varias comunidades autónomas mientras lo critica de cara a los siguientes comicios. Feijóo, experto en meterse en charcos en campañas electorales -este lunes no ha cerrado la puerta a una moción de censura de la mano de Puigdemont para echar a Sánchez- vino a decir hace unas semanas que bueno, que igual Meloni no era tan ultraderechista como sus homólogos y que no tenía nada que ver con Vox a nivel europeo.

En estas, entristece cómo se intenta intoxicar a una sociedad que, es cierto, se encuentra demasiado polarizada (relación evidente causa-efecto), pero que también sabe alcanzar consensos. Lo veo en el debate legítimo con quienes hablo cada día y a quien conozco de nuevas.

Pero es fácil (y, sobre todo, no tan difícil de creer como parece), que las personas extranjeras vienen a quitarnos el trabajo (falso), que la mayoría de violadores proceden de fuera (falso) y que, por poner solo otro ejemplo en esta línea, condenar el genocidio sobre un pueblo (y de esto, pensaba, habíamos aprendido algo) te convierte en “antisemita”. Y es que no da tanto miedo el discurso y las políticas de ultraderecha como que ya no les haga falta esconderse para conseguir votos. Es más, recaban más apoyo cuando van de frente.

Una vez una persona me contó la historia de Said. Said era un chico migrante que vino prácticamente sin nada, solo con un pasado muy complicado, al que hubo que reeducar en muchas cuestiones que en su país no estaban bien vistas, pero que resultó ser un bellísimo ser humano. Concluyo estas líneas acordándome de él, sin haberlo conocido personalmente. Porque hay más patria en Said y la persona que le acompañó en su proceso, con mucha paciencia y sin una mala palabra ni reproche, que en todos los que le habrían expulsado de España en nombre de España. Está en nuestra mano parar aquello que ya frenamos una vez.

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