Si hubiera hecho un buen discurso como rey, habría hecho un mal papel como hijo. Muy difícil, si no Imposible, cohonestar ambas variables. Tenía que elegir y eligió. Decidió no deshonrar a su padre, aun siendo consciente de que al eludir todo reproche explícito a la ignominiosa conducta de Juan Carlos I iba a decepcionar a mucha gente.

En la Casa Real debieron pensar que mejor decepcionar a millones de no allegados que vejar al cabeza de familia. A fin de cuentas, el discurso iba dirigido a un país sigilosamente republicano pese a tener rey, pero fieramente absolutista en asuntos de familia.

Ahora bien, en una España solo accidentalmente monárquica como es esta y donde la institución está en riesgo por los enjuagues del emérito, ¿cuántas veces puede un rey permitirse el lujo de no ser un buen rey por considerarla la única manera de no ser un mal hijo?

Al leer y escuchar algunos de los comentarios periodísticos críticos con el discurso de Nochebuena se diría que sus autores esperaban del rey un discurso republicano. O incluso no tanto: simplemente un discurso de presidente de gobierno o aun de líder de partido, pero no de jefe de Estado.

Pero no les falta razón: tienen sobrados motivos para censurarlo, pues, en efecto, Felipe VI se quedó corto. Como en el juego de las siete y media, intuyó que habría sido peor pasarse que no llegar y optó por lo último. En la Zarzuela debieron calcular que el precio de lo primero sería mucho más alto que el de lo segundo. Tardaremos mucho tiempo en saber si tenían razón.

Cuando Felipe VI proclamó que “los principios morales y éticos están por encima de cualquier consideración, de la naturaleza que sea, incluso de las personales o familiares”, se le entendió perfectamente, sí, pero mucha gente esperaba que hubiera llegado más lejos.

¿Cómo de lejos? ¿Cuánto de lejos? Doctores tiene la Iglesia y escritores debería tener la Casa Real como para haber encontrado ante tan comprometido trance una pluma capaz de dar con el tono político y oratorio exacto, con el reproche categórico pero no indecoroso, con la recriminación severa pero no inclemente. El tono, en fin, difícil pero no imposible que dirigiría no un hijo a su padre ni un rey a otro rey, sino un rey a su padre o un hijo a su rey.

Felipe VI no puede no ser consciente de las inmoralidades y aun de los delitos cometidos por el anterior jefe del Estado, pero se da la maldita circunstancia de que ese tipo es también su padre.

Para bien o para mal (aún es pronto para saberlo), Felipe decidió seguir la cautelosa estela de Michael Sullivan júnior en ‘Camino a la perdición’: “Cuando las personas me preguntan si Michael Sullivan era un buen hombre, siempre les doy la misma respuesta… que era mi padre”.