La única ley general que rige, inexorable, la conducta de los partidos en relación con los otros partidos es sin ningún género de dudas la Ley del Embudo, versión laica y castiza de la memorable advertencia evangélica sobre la paja en el ojo ajeno y la viga en el propio.

El abuso generalizado y transversal de la Ley del Embudo provoca cansancio y hastío en los ciudadanos de izquierdas: querrían más ecuanimidad y menos doblez en los partidos a los que votan y más deportividad constitucional y respeto a las reglas de juego en aquellos a los que nunca votarán.

El PP ve en la reforma por la puerta de atrás de las leyes que rigen el Poder Judicial y el Tribunal Constitucional una paja gigantesca en el ojo del Gobierno, pero se niega a ver en el propio la descomunal viga que ha provocado tal brizna gubernamental: haber bulardo cínicamente dichas leyes para no perder en ambas instituciones la mayoría que había perdido en las elecciones y que las reglas de juego prescriben que debe trasponerse en tiempo y forma al CGPJ y al TC. Recordemos que, además de muchos otros cargos, el Poder Judicial nombra a los presidentes de Sala de tribunales que juzgan casos de gran relevancia pública como la Audiencia Nacional o el Tribunal Supremo; y recordemos que el TC tiene sobre su mesa recursos contra leyes progresistas de alto voltaje político, como la del aborto, la de la eutanasia o la de educación.

Cada vez que el Partido Popular pierde el poder convierte a España en una trinchera en la que todo el mundo acaba embarrado de fango. El PP la ha cavado tantas veces que empieza ser infinita. Al igual que en el golpe de Estado del 36, hoy están convencidos de hacerlo por España; puede que se les vaya un poco la mano, pensarán, pero España bien merece tomarse algunas libertades; si no la salvan ellos, ¿quién la va a salvar?

Los partidos -y en esto da igual que sean de izquierdas o de derechas- son consumados profesionales en racionalizar sus decisiones más vergonzantes, esas que adoptan para salvarse ellos pero al día siguiente se convencen a sí mismos de que lo hacen para salvar a la Patria. El ejemplo más reciente de racionalización, esta vez protagonizado por el Gobierno, ha sido con motivo de la suavización del delito de malversación que evitará la cárcel a los dirigentes de segundos niveles del independentismo que están a la espera de juicio: el principal móvil del Gobierno para tomar una decisión de tan alto riesgo electoral y tan feas costuras éticas era salvarse a sí mismo blindando el crucial el apoyo parlamentario de ERC; luego, sus estrategas han sometido la decisión a un acelerado proceso de racionalización a resultas del cual la reforma del delito de malversación ha pasado a ser un valiente y desinteresado paso para desactivar una judicialización de la política que ha envenenado las seculares relaciones de fraternidad entre Cataluña y España.

Ciertamente, en todas partes cuecen habas, pero la pregunta que hay que hacerse no es si eso es cierto, que lo es, sino cuántas habas cuecen en cada sitio y cómo son de gordas en un sitio u otro. Pues bien, en materia de cocimiento de habas antidemocráticas en España la derecha aventaja con mucho a la izquierda. No en vano, la derecha tiene una facilidad pasmosa para convencerse a sí misma de que las cuece por la Patria: ¿cómo no poner el grito en el cielo ante esa humillación para España que ha sido el indulto a los presos del procés?; ¿cómo no escandalizarse de la traición a España que supone que el principal socio parlamentario del Gobierno sea un partido separatista?; ¿y acaso la pretensión de tener mayoría en el Poder Judicial y el Constitucional no esconde el propósito de asaltar, controlar y sojuzgar la Justicia de la Patria?

En 1993 el PP de Aznar creyó que iba a ganar las elecciones: como las perdió, por poco pero las perdió, convirtió el país en una trinchera. Todo valía, pum, pum, para derrotar a Felipe González: banqueros corruptos, espías renegados, jueces resentidos, periodistas venales…

En 2004, 2008, 2018 y 2019, invariablemente el PP creyó tener sobradas razones para llenar de nuevo el país de trincheras: le habían robado las elecciones (2004), los etarras iban a salir de las cárceles (2008), le arrebataron el poder con malas artes (2018) y terroristas, independentistas y perroflautas dirigían el Estado que querían destruir en connivencia con un presidente ilegítimo y felón (2019). ¿Acaso les quedaba otra opción que cavar kilómetros y kilómetros de trincheras por todo el país? Como en 1993, 2004, 2008, 2018 y 2019, en 2022, ya casi 2023, España es una piel de toro de 500.000 kilómetros cuadrados recosida de cicatrices de unas heridas en realidad imaginarias.